Todos los amaneceres urbanos son parecidos, porque todas las ciudades del mundo son en realidad la misma. Una de las cosas malas de la globalización es que caminamos por Paris como caminaríamos por Roma o por Chicago. Del hotel al Starbucks, de ahí –Lonely Planet en mano- al museo de turno a ver a los mismos artistas de siempre. Da igual Louvre que Prado, MOMA que Tate. Posteriormente un paseo por una bella y monumental plaza hasta buscar algún italiano donde comer y tomar un café decente. Galerías de arte contemporáneo por la tarde, paseo por lo mejor del centro hasta que inexorablemente llega el tiempo de poder beber sin remordimientos. No hay nada más bello que emborracharse en otro idioma.
Hay muchas maneras de viajar. Se puede viajar como turista, como ejecutivo, como padre, como alcohólico o como fetichista, pero una vez viajas como escritor, ya no hay vuelta atrás. Cuando miras a la ciudad como un traidor, sabiendo que vas a contar todo lo que ella te cuente, que vas a poner negro sobre blanco cada detalle, cada invención que se nos ocurra en ella, cada frase brillante que la robemos, ya no se puede volver. El hotel, así, pasa a ser un escenario mitológico donde desayunan otros desconocidos interesantísimos a los que escudriñarás por la noche en el bar, junto al piano, buscando diálogos literarios que hagan todo más bonito. Los otros se sinceran, te dejan pagados whiskeys caros, se quejan de las mujeres que se fueron. El Starbucks cambia por un cafetín con aire bonaerense donde atractivas camareras, en el fondo malvadas, juegan a ser Ella, la protagonista, la que encontraste donde menos lo esperabas y que tras unas bromas privadas acabará en el hotel robándote todo, incluido el corazón y dejando una nota que ponga: “No me busques. Me voy con mi familia”.
El museo se convierte en un lugar especial donde robar creatividad ajena, un espacio fascinante lleno de talento y de donde salir transformado con nuevas ideas hasta el bar más cercano, donde pedirás algo de comer y vino y escribirás como si mañana se acabara el mundo, presa de la bendición de las musas. En ese restaurante familiar te tratan siempre como en casa, volverás todos los días que estés en la ciudad y te acabarán presentando a otros escritores, a músicos, a pintores que te llevarán a sus estudios, a los lugares más bohemios y recónditos del puerto, a las fiestas con personajes más interesantes del mundo y que posteriormente se transformarán en novela. Nadie suele entender que la ficción es la mayor fábrica de realidad y que la realidad acaba siendo ficción para hacerla soportable.
Viajar como escritor te pone en una situación mental de predisposición al asombro, de cierta tolerancia al riesgo, como un explorador en busca de un león en mitad de la nada. El león acaba apareciendo, los taxistas se vuelven secundarios de una trama que te lleva a él, todas las mujeres son más bellas porque todas pueden ser carne de recuerdo y las brumas de las musas transformarán el recuerdo aséptico en literatura. Viajar como escritor es salpimentar la experiencia, poner un filtro en blanco y negro a la nitidez excesiva del mundo cuando no hay futuro. Pulvis est et pulvis reverteris. Al fin y al cabo, cuando no quede nada, solo quedará lo escrito. Cuando ya no estemos aquí, solo estarás a través de tus palabras y de tus silencios. Viajar como escritor es poner nombre al mundo y ganar la partida al tiempo. Por eso, si tienes pensado viajar solo, hazme caso. Libreta al bolsillo y portátil a la espalda. Ojos abiertos, corazón altivo, móvil apagado, alergia al wifi. Desarrolla el sexto sentido que te llevará hasta el huevo de pascua, tira de callejón, de mapa, de libro, de prensa local, evita las grandes avenidas, ponte el disfraz de estrella y piensa a dónde iría el escritor que hay en ti. Cuando vuelvas, si sigues vivo, me cuentas qué tal, pero ten cuidado porque nada volverá a ser lo mismo. Te aviso que de ciertos viajes no se vuelve jamás. Son los únicos que merecen la pena.