Odio las pinacotecas. La medida del arte es la medida del lujo, del oro en lingotes, sin tratar ni adaptar. Una cantidad excesiva lo estropea todo y llega un momento en el que te desensibilizas a costa de las sobredosis de talento que provocan que no puedas valorar nada en su justa medida, o peor aún, que lo valores todo en la misma medida, así en plan asambleario. Entre las pinacotecas excesivas, nada comparable a la National Gallery, donde las escenas se superponen hasta la borrachera y acabas pasando por Turner, Rembrandt o Van Dyck como quien pasa por una de esas ferias de productos turísticos buscando la fila para el trozo de queso. Luego llega la sala del impresionismo y su coma diabético para adorables ancianas, que –como el postre- siempre sobra.
Las pinacotecas pretenden conservar y exhibir, pero quizá a costa de homogeneizar. El lugar del arte no es el museo, sino el estudio del artista y, por supuesto, la galería privada. Los mecenas merecen custodiar el talento hasta la siguiente generación, porque desde Velázquez a Miguel Ángel, existe arte porque existe quien lo paga. Dejar esto en manos públicas puede llevar a equívocos generalizados como pensar que el arte es de todos. Es fácil jugarse el dinero ajeno, pero no camarada: el arte, como la tierra, de quien lo trabaja. Y de quien lo paga, porque los artistas también comen, en eso se diferencian de los escritores. Por eso, el museo es a la galería lo que la comida en el cuartel al te en Mayfair. Al final todos acabamos en los grandes museos porque mejor eso que nada, pero para ver el Prado o la Tate Britain necesitamos una semana: querer verlo todo en una mañana es como coger canapés a dos manos con la bocaza llena.
El otro día me sucedió en una sala de exposiciones en la que me tope con una escultura de Oteiza como quien se topa en la cocina con un patinete del niño. A ver, dejemos claras las cosas: no todo es lo mismo y la pieza aparentemente más insignificante de Oteiza es mucho más importante que el mejor Renoir. El background que sobrevuela a su obra merece una oración y una genuflexión. Oteiza es un francotirador del talento, una de las cimas de nuestro mejor arte y para ver su obra en su justa dimensión debería exigírsenos un carnet de capacitación, un psicotécnico y dos mil horas de vuelo. Gracias a que no es así, los neofitos como yo podemos acceder a Oteiza, y no solo a la excelente biografía que trabajó Carlos Martínez Gorriarán y que el otro día compré en el Reina como quien compra el anillo de poder. Es un libro para hojear, no para leer. Sus primeras cien páginas me dieron ganas de ir en peregrinación a Orio. Deberíamos dar las gracias a diario a los que bien gracias a sus impuestos –a punta de pistola- o bien gracias a su sensibilidad coleccionista –filántropos- hacen posible que gente sin recursos podamos disfrutar del arte.
Una sola obra necesita de toda tu reflexión porque el arte no es solo arte, el arte es en último término la victoria de un individuo frente al mundo que le sirvió como escenario. Hay que entender ese mundo y su contrario ya que un artista no tiene coetáneos, un artista se apea del mundo, un artista no puede ser entendido en su contexto porque crear es precisamente poner una bomba en el contexto, apearse del presente, plantear una enmienda a la totalidad. Un artista está delante o fuera, pero nunca dentro, y Oteiza es un claro ejemplo de ello. Y tú, como espectador, deberías saberlo.
No se puede ir al arte como quien va al fútbol, esto requiere una distancia, un respeto, un foso lleno de cocodrilos, una predisposición a la grandeza, la humildad de saberte inferior y la capacidad para admirarse ante lo que los hombres de talento tienen en sus cabezas y en sus corazones. Lo que unos sienten ante la naturaleza a mi solo me sucede ante el hombre y su infinita capacidad de trascender en las artes visuales o en la música. Por eso, odio ver cuadros con más gente al lado. Me molestan, me enervan, sus comentarios me hacen peor persona. Como al Maestro, también se me viene a la cabeza echarlos a todos del templo a latigazos. Y por Maestro no me refiero solo a Jesús sino sobre todo a otro hacedor de vacíos, a otro genio del lenguaje de la vida y la muerte, a otro gran místico de nuestro tiempo, al centauro metafísico: a Jorge Oteiza, que descansa en paz en el medio del pasillo. Quizá sea mejor así.
Quosque Tandem?, magnífico Magnífico. Al vacío atrapado en un agujero de la playa donde un niño Oteiza se agazapaba para mirar desde él un firmamento de nubes mecido por el son de las olas. Oteiza atrapó el vacío y nos dio el movimiento perpetuo, antes de que físicas cuánticas nos hicieran desbarrar en teorías embotadoras de cerebros que tratan de sentirlos en sus sinapsis. Ahí están, representados en figuras sólidas, de hierro oxidado, sin necesidad de aprehenderlos por la razón.
Mi hijo es Jorge porque Oteiza es su antepasado, el hombre de la furia creadora y de la dulzura en los ojos que todo lo miraban. Estoy segura que mi Jorge algo lleva de sus olas de creación cuando la fuerza de su vida puede con todos los vacíos a los que nos abocan la parca existencia cotidiana.
Gracias, Magnífico. Me has hecho recordar a mi gran tío.
Qué maravilla!