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Los caballos lentos y las mujeres rápidas tienen algo en común: nunca están cuando los necesitas. En un caso nunca llegan y en el otro ya se han ido, y esta noche lo he comprobado personalmente a las 5:05, momento en el que me he despertado sobresaltado tras ver cómo te ibas volando tras haber estado follándote en la vertical de Manhattan a la altura de Hell’s Kitchen, como un B52 descargando en el interior de una mariposa hembra, pero vida y no muerte.

Tú te reías de mis intentos de porté y yo te lamía suavemente los labios. Bailamos el Vals de Amelie –yo mal y tú bien- batiendo las alas entre la tibia brisa del Hudson. Me pareció que por primera vez me querías. Por mi parte nunca te he querido tanto. El plano era cenital y la cámara daba vueltas mientras nosotros nos manteníamos girando en el centro de la escena mirando hacia arriba con las alas abiertas. Debían ser las 5:04 cuando te llamó aquella gigantesca oruga y dejaste de ser crisálida para ser insecto, Blancanieves esquina con Kafka.

Anoche me pareció verte varias veces, creo que de ahí viene todo. La primera en la parte de fuera de uno de esos clubes pijos que tanto criticas cuando no eres tú la que reinas en ellos. La siguiente, dentro de un taxi, con gafas de sol, lo que me hizo pensar que estabas llorando. En todos los casos con un hombre al lado. En todos los casos, peor que tú. En todos los casos vestías como un putón. En todos los casos, no te hacía falta. A mí se me aceleró el corazón porque me pone nervioso verte y sobre todo porque me hago ilusiones cuando huelo tu perfume por la calle y luego no apareces. Supongo que algo se me quedó dentro.

La primera pérdida de la edad adulta es la idea del amor, por eso no hay mayor condena que enamorarse de un recuerdo de ficción. Follarte en sueños es abrazar al grito de Munch. Aun así, si quieres, esta noche repetimos en la vertical de Manhattan a la altura de tus sueños, bailando. Yo mal, tú bien.

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