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(Esta columna fue publicada originalmente el 13 de noviembre de 2018 en El Norte de Castilla).

Puede ser una jornada ética-etílica de mano de Juan Bautista, que unge de magia El Colmao, como un mago ultracool, a medio camino entre Merlín y Sinatra, la sillería de madera de San Gregorio, Toño leyendo El Norte donde madura el limonero, que es en El Compás y no en la Sevilla machadiana, mis huesos en el Campo Grande, ya os diré el sitio exacto, la niebla congelándose en los párpados abiertos de los niños que fuimos, el palacio de Enrique IV como un after de decadencia Trastamara, Manolo Margen con lecturas gozosísimas, lo que queda de una ciudad que sigue triste desde que Delibes nos dejó huérfanos de abuelos, el mismo Delibes con el que aún sueño encontrarme por Dos de Mayo, paseando de verde cazador y plata con las manos a la espalda, la mirada baja y las gafas grandes de la foto, que yo todavía recuerdo cuando le paramos Valles y yo para hablar de Las Ratas, y un poco más allá declamar columnas como obuses contra una Casa de Cervantes que me las devuelve corregidas, desde ese díscolo gineceo en el que un día me creí Ezpeleta y acabé peor que él, como un huérfano por Expósitos hasta la plaza de la Trinidad, sentado a ver la tarde pasar en lo más profundo de un alma triste y a la vuelta pedir perdón por ello a la Virgen de las Angustias, que si un día hablara me metían seis años y un día en Villanubla esquina con Platerías, desde donde surge la Semana Santa -la de verdad, la de la procesión por dentro- y muestra la imagen del crucificado que desde aquí nos salió de las narices exportar al mundo por esos Isabel y Fernando enamorados en el Palacio de los Vivero, o Margarita de Austria frente a la Vulnerata, atrapar Goyas en Santa Ana y navegar las Esguevas vestido de pirata hasta Tenerías, saludar a Gregorio Fernández y al Cervantes niño que tira piedras al campo de Marte, desde la Casa del Sol, acompañar al cadalso a Álvaro de Luna, hacia Mercurio en el Pasaje Gutiérrez, el desplante de Colón mirando América como a un Núñez del Cubillo, correr por Filipinos como un plusmarquista, el slalom de abrazos por Santiago, imaginarse San Benito cuando era aún más gigante o el Alcazarejo con Catalina de Lancaster dentro, y el Patio Herreriano guardando secretos, como la cercana tumba de Juan de Juni que nuestro cronista José Delfín un día contará en público y luego dar vueltas por la Catedral hasta que llegue Guillén o aparezcan mis amigos comprando poemas a la voluntad cuando más falta hace, que es cuando menos lo parece, contando los cientos de palacios que Raquel documentó hace muchos años, cuando éramos grandes, y ahora, ya de pequeños, contar crujías impares en Fabio Nelli, en las Brígidas, en el palacio de los Zúñiga, en el Palacio-Gadis Conde Ansurez, e intentar crecer un poco de nuevo en el Sanjo para buscar allí en la esquina el palacio de Rubens y encontrar su apostolado, y más allá la casa del Quevedo más joven y la del Colón más viejo o bautizarnos buceando en la pila bautismal de la Antigua para renacer por fin viejos del todo, imaginando una plaza del Salvador llena de naranjos y luego escarbar juderías, contrarreformas, vestirme de Austria Mayor y pasear como un Habsburgo de Torozos en la decadencia altiva de una ciudad que se nos pega al corazón y al estilo como un exilio interior, terriblemente incomprendidos e inmensamente libres.

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