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Dudo que ninguno de los presentes aquel día en el Colegio San José podamos llegar a olvidar. Aunque la memoria se gaste y enturbie las escenas, jamás podrá con las sensaciones de los niños que fuimos y que volvemos a ser al recordarlo. Algo sucedía aquella mañana, ninguno acertaríamos a explicar exactamente el qué, pero se percibía la tensión de un silencio extraño. A media mañana, todo se desencadenó, como una olla a presión estallando sin ruido; clases paradas, padres y hermanos jesuitas corriendo por los pasillos, rostros desencajados, ruidos poco familiares, teléfonos sonando. Recuerdo al Hermano Moncada llevándose las manos a la cabeza y manteniendo la compostura como podía. Aún me emociono al recordarlo y me consta que todos lo hacemos.

Aquel 16 de noviembre de 1989 fueron asesinados en El Salvador seis jesuitas y dos mujeres seglares dentro de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas», entre ellos los vallisoletanos Montes y Martín Baró. A la cocinera y a la niña las mataron en sus habitaciones; en cuanto a los jesuitas, algunos fueron asesinados a golpes, con la culata de los fusiles; otros tuvieron más suerte y murieron a balazos. Encontraron los seis cadáveres de espaldas, en el suelo del patio.

En el suelo de otro patio, muy lejos de El Salvador, dos mil niños no jugaron ese día. Solamente corros parados, silencio, incomprensión, preocupación y lo más parecido que jamás he sentido -y espero que así siga siendo- a un escenario prebélico. El shock fue tremendo en todo el mundo, pero imagínense en el Colegio. Ninguno de mis compañeros estábamos preparados para vivir este tipo de cosas; de hecho creo que hay ciertas cosas para las que uno nunca está preparado. En cualquier caso, la edad media del alumnado envejeció varios años en unas horas y a algunos nos salieron arrugas en el alma y en las expectativas ante un mundo en el que se mata a personas como Ellacuría. Yo tengo el recuerdo en una nebulosa, el Colegio como un campo de batalla, el frío de noviembre por dentro, el silencio de los mayores pensativos. Fue traumático y no es cosa mía; pueden ustedes preguntar a cualquiera.

Pero no todo fue terrible. Yo ese día me empecé a sentir parte de algo y, en concreto, parte de algo atacado, lo cual forja un carácter y elimina cualquier posibilidad de pasividad. Ese día puse la primera piedra para entender el alcance real de lo que es la Compañía, más allá de la retórica: en todo amar y servir. Y empezamos a comprender que mientras unos hablan, otros actúan. Que ser educado por la Compañía de Jesús tiene consecuencias y una de ellas es el compromiso; que somos una pequeña nación cuya frontera está donde se nos necesite, que suele ser donde menos apetece, huyendo de la comodidad y hasta el mismísimo fin de la tierra; que nada se consigue sin un ejercicio de autoconocimiento, de amor, de búsqueda de talento y de un sentido vital de heroísmo. Y que todo esto son solo medios para un fin mayor, que, en definitiva, es lo único que importa. No debemos confundirnos y voy a empezar por tatuarme la palabra Magis.

Lo que cuento no es una manera de hablar; lo creo de verdad. Sirva un ejemplo: por estos homicidios solo está en prisión el coronel Benavides, que fue condenado a treinta años de cárcel. Los Jesuitas han optado por pedir que se conmute la pena. La consigna va en serio: en todo amar y servir.

(Esta columna fue publicada originalmente el 20 de noviembre de 2018 en El Norte de Castilla)

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