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Vivimos tiempos extraños en los que quizá se de más importancia al placer físico e inmediato que al gran placer, al placer de saberse digno, al inmenso placer de ser. Nunca he sido tan feliz como cuando estoy solo, abstraído por completo de mi tiempo y circunstancia y, sobre todo, desprovisto de encuentros fortuitos que me hagan volver a la torpe realidad de esta década que termina, con diálogos prescindibles que rompan la magia de saberse vivo o con la obligación social de parecer idiota como alternativa a no resultar insoportable. Cuando estoy solo -cuando soy yo mismo- veo el mundo con la limpieza de la mañana, con ese olor a suavizante que tiene la ropa tendida al aire de un martes que comienza. Siento las tardes como si Dios mismo las enviara, entre lecturas de arte y mapas de historia, con la radio puesta y el sol taciturno que siempre es el mismo, el de la infancia, el de los niños que salen del colegio y la anciana que vuelve de misa. Un poco más tarde, me voy a la cama, pronto por puro ansia de que amanezca de nuevo cuanto antes y poder ver así que Dios no se ha olvidado de mi, que seguimos vivos, creando su gran obra y contemplando la inmensa belleza del regalo que nos ha sido dado, aunque no entendamos absolutamente nada.

No se puede escribir un rato. Uno es escritor todo el tiempo, desde que se viste hasta que se duerme. Uno escribe cuando pasea, cuando observa, cuando trabaja. Uno es escritor, sobre todo, cuando no escribe. Lo mismo sucede con los valores; no se pueden tener un rato, no se abandonan de vez en cuando, no se recurre a ellos como a un comodín en una partida que se complica, porque la única partida es la vida y el único sentado en esa mesa es Dios. El encuentro con el otro es peligroso porque, en nuestro afán por ser educados y agradar, corremos el riesgo de traicionarnos. En ese sentido, el amor es el encuentro más peligroso, porque es el único importante. De cualquier modo, es probable que haya que olvidarse ya del amor; llega a una edad en la que no sabes lo que puedes llegar a ser, pero ya sabes de sobra lo que nunca serás.

Yo no seré jamás aquello a lo que creía haber venido, el sueño está enterrado. No he sido llamado. Es probable que en esa ausencia total de transferencia con ningún Otro encontremos la felicidad y la encontremos donde menos la esperábamos: dentro, retumbando sonidos graves como una cueva interior que te devuelve el eco de tu nombre. Ese es el verdadero encuentro, el único aprendizaje sin transferencia, el único lenguaje sin maestro. Es a eso a lo que has sido llamado. Esto no va de divertirse, esto no va de pasarlo bien, esto no va de sensaciones físicas. Esto va de aguantar la respiración, de soportar la mirada del espejo, de brindar con tu conciencia y de no esperar aplausos. El que sepa mirar, que mire, y al que no le hayan enseñado a mirar, a valorar positivamente a la gente responsable, a aplaudir comportamientos honrados, valientes y de bien, estará incentivando implícitamente comportamientos equivocados y dirigiendo al individuo a su destrucción en el camino de búsqueda del placer a cualquier costa como única herramienta para soportar el infinito dolor del vacío y la decadencia de una vida sin sentido.

Quien quiera entender, que entienda.

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