(Este artículo fue publicado originalmente en El Norte de Castilla, el día 5 de febrero de 2019)
No sé qué es más paradójico, si un cortocircuito en una discoteca que se llama ‘Electra’ o una serie de tiroteos precisamente en la calle ‘Amor de Dios’. ¿Qué será lo próximo? ¿Una explosión en la calle Pólvora? ¿Una concentración pacifista en la Plaza de las Batallas? El destino viene cargado de ironía en este invierno que se nos escapa de las manos, y es que es ver febrero en el calendario y comenzar a intuir a lo lejos una forma como la de Saturno en el cuadro de Goya, una sensación de fracaso causada por la presencia cada vez más cercana de este calor tercermundista que se nos vendrá encima cuando menos te lo esperes y que ya me hace señales; ese calor que me mira como diciendo “tú tranquilo, nene; tú escribe de heladas y nieblas, que te vas a hartar de ver terracitas y gente en chanclas”. Se me ponen los pelos como escarpias y es que el calor saca lo peor de nosotros y fantaseo con emigrar, como las aves, pero al revés. ¡Maldito San Blas, yo quiero un año de nieves! Toda la mañana me la pasé espantando cigüeñas y viendo si la Candelaria lloraba o no, pero nada. Ni una lágrima. ¡Qué contención! Y ojo, que esto de emigrar lo dice uno cuyas frases favoritas no son “te quiero” ni “es benigno” sino “me encanta cómo escribes” y “próxima estación Valladolid-Campo Grande”. Vamos, un tipo de aquí. Hablando de Campo Grande, nos lo cerraron también, supongo que por precaución, no fuera a caérsenos un pavo real congelado en la cabeza en pleno ‘running’.
Pero lo más paradójico no es nada de esto. Para paradoja de verdad la del duende de San Andrés. Sí, señores. Un servidor, que ha pasado el fin de semana anterior en Sevilla, un servidor que se ha chupado mil doscientos kilómetros en busca del arte, el embrujo y la inspiración ha tenido que volver al corazón de Castilla para ver con sus propios ojos cómo debajo de su casa, Arturo Pareja Obregón y José Manuel Soto se encontraban casualmente en El Colmao de San Andrés, que es el teatro de los sueños. No tardaron en calentarse y arrancarse por sevillanas. Al rato San Andrés se convirtió en Triana y El Colmao parecía la caseta de los Alba en sus noches más bohemias. Los acompañantes sevillanos de Soto no se lo podían creer. Toda una vida junto al Guadalquivir esperando una de estas para tener que venir a orillas del Pisuerga a encontrarse a estos dos artistas gustándose y creando arte al calor de los Negroni de Juan y Maite. “Esto no se ve tan fácilmente”, repetían, y es que solo faltaba el albero. Bueno, en realidad también extrañamos a Manolo de Vega, que se dejó la garganta en este mismo barrio cantando flamenco como pocos lo han hecho cuando aún se rompía de verdad el canto y el dolor en los niños de posguerra de una Valladolid ferroviaria y humilde.
Son cosas que pasan en la ciudad en la que dicen que no pasa nada. ¡Claro que pasa, solo necesitas saber mirar! Hay otra Valladolid, la que no se cuenta, de la que no se habla. La que pasa el talento de Soto a Pareja Obregón, de Pareja Obregón a El Meister, de El Meister a los Levitants y de allí, convertido en electricidad, hacia quién sabe dónde. Decía Nietzsche que “lo grande sólo actúa en lo grande; así el correo de antorchas de Agamenón únicamente salta de cumbre en cumbre”. Voy a ver si es verdad y -hablando de cumbres- me acerco más al gran pintor Luis Pérez. Puede que así se me pegue algo.