Los publicistas de hoy quieren ser Don Draper. Supongo que el boom de las series y la inagotable capacidad yanqui para hacer relatos brillantes han terminado por conquistar las mentes de los jóvenes con fuegos de artificio tan del gusto del zeitgeist. A ver, que Don Draper mola -y su mujer infinitamente más, por cierto- pero sin duda el gran ‘copy’ de nuestra generación, el redactor publicitario por excelencia y el ídolo de los publicistas de mi edad, no vive a orillas del Hudson sino del Mediterráneo.
Yo no quiero ser Draper; yo siempre he querido ser Bassat y me consta que no soy el único. Su influencia es enorme en toda nuestra camada; aún recuerdo la veneración que sentíamos por él en esa ‘xy’ de principios de siglo, con Aguado y Encinas a la cabeza de tantas viejas glorias hoy desperdigadas por el mundo, aunque unidas en torno a un estilo. Por ejemplo, por su culpa, cada vez que entramos en un hotel, nos invade una decepción enorme por no encontrarnos un albornoz con nuestras iniciales bordadas, como le pasaba a él en el Ritz y que todos sabemos de memoria por haber releído mil veces su ‘Libro Rojo de las Marcas’ buscando un rayo de inspiración en nuestras noches más largas -y mira que ha habido-. Hemos entendido un modo de hacer publicidad y de acercarnos a la creatividad gracias a su maestría e influencia. Pero Bassat no solo es eso. Bassat representa a la España feliz de los ochenta y noventa -quién los pillara-, al sefardí que da lecciones de dignidad y de libertad sin más pancartas que algunas de las mejores campañas de la historia de nuestro país, campañas – por cierto- que siempre dejaban elevadas dosis de mala leche y a mis neuronas deprimidas cantándome a ritmo de ranchera “¿Por qué no se te habrá ocurrido a ti?”.
Luis Bassat es, además, coleccionista de arte contemporáneo. Inauguraba la semana pasada en la sede de las Cortes de Castilla y León una exposición llamada ‘Cataluña en el corazón de Castilla y León’, en la que se muestran más de cuarenta obras de su colección privada y cuya visita es obligada. El interés por el arte que mostramos los publicistas -miren a Charles Saatchi- suele llegarnos por influencia de los directores de arte con los que hemos formado dupla creativa; es esa frustración de no estar a la altura de los códigos e iconos de los que piensan en imágenes y no en conceptos lo que cataliza esa llamada interior. Luego, de la pulsión a la colección, hay un camino que recorrer y suele tener parada en el banco. Estoy en ello.
A la misma hora se inauguraba el nuevo Castillo de Fuensaldaña, por lo que el lleno a reventar del acto tiene aún más importancia. La coincidencia temporal puede parecer -hay miradas muy sucias- el eterno retorno de la rivalidad Castilla vs. Cataluña, pero nada más lejos de la realidad. El éxito de convocatoria de las Cortes y de la Fundación Villalar fue rotundo y yo me alegro, porque no se me ocurre mejor manera de mostrar la grandeza de Castilla y León que programar esta exposición en este lugar y en este momento y es que no caben nacionalismos paletos cuando uno es universal. Eso le pasa a nuestra tierra y eso le pasa a Bassat, que tiene la generosidad de poner Cataluña en el corazón de Castilla. Mucho me temo que, de algún modo, se cierra un círculo: muchos llevamos años soñando en el corazón de Bassat.
(Este artículo fue publicado originalmente en El Norte de Castilla, el día 19 de febrero de 2019)
Sospecho que «esa frustración de no estar a la altura de los códigos e iconos» de nuestra dupla es recíproca. En la dirección opuesta, la «altura» la miden los conceptos y el ingenio bruto, que a veces parece que parten de una hoja más en blanco que la nuestra.
Un abrazo.