Lo primero que hice al salir del Palacio de Villena fue aplaudir varios minutos a María Bolaños y a Anna Alcubierre, para vergüenza de mi acompañante y estupor de la pareja de catalanes que pasaban por la puerta, plano en mano, diciendo “aquí no, está tancat”. “No, amics”, respondí. “No estem tancat. Estem mes oberts que mai. Passeu, si us plau”, y es que yo no sabía que hablaba catalán, pero con el procés creo que nos han convalidado a todos hasta un nivel similar a B2, así que ya puedo opositar a la Generalidad. Decía que estuve varios minutos aplaudiendo, como se suele hacer con las grandes divas de la opera y del teatro porque lo que vi allí tiene mucho más de teatral que de ornamental; más de escénico que de escultórico. La sensibilidad e inteligencia con la que la exposición está planteada me hizo sentir por momentos dentro de esas grandes obras de teatro experimental que se pueden ver en pequeñas salas underground de Barcelona o de Madrid o en un tres estrellas Michelin, donde la escena se apropia de todo y te va llevando a donde quieren, cargados solos de talento y belleza. El espacio laberíntico como una excusa para sorpresas constantes, guiños sucesivos para el que quiera o sepa mirar, recuerdos de Juan Muñoz en esa gran grada de “solistas” que te miran como si la obra de arte en realidad fueras tú, que te escudriñan por dentro como una confesión coral, como el catálogo del Sanjo versión celestial, como si todo el santoral te cantara el silencio a ti, como Simon y Garfunkel, pero versión orfeón donostiarra. No sé, no sé.
Yo me emocioné en varios puntos del recorrido, no solo por la belleza de lo visto sino por lo sublime de lo sentido. Aun sigo un poco en shock, tomado por la endorfinas, que si me hacen el antidopping doy positivo en algo seguro. La amable guía de la sala se acercó a preguntarme si estaba bien, y es que últimamente me da por llorar cuando algo me gusta, cuando el impacto emocional es alto. Cosas de viejo. De cualquier modo, espero que no me pase en la carnicería, la verdad, porque llorar entre carrilleras tiene poco sentido, aunque es muy Berlanga. En este preciso momento -Torino-Milano en mano-, me doy cuenta de que quizá tenga que volver para poder conceptualizar lo allí sentido y transformar lo lacrimógeno en cognitivo, es evidente que no se puede pasar de lo óptico al sistema nervioso sin pasar por el córtex, a no ser que seas Francis Bacon. Y, de paso, así interiorizo que este rancherismo con el que afronto la vida me viene fatal. Hay gente peor que yo: Cuixart cree tener derecho a ser feliz.
Esta exposición, pese a lo que pueda parecer, tiene mucho más de contemporáneo que medio Patio Herreriano, y es que la contemporaneidad no viene dada por la temática -en realidad solo hay dos: el amor y la muerte- sino la manera de enfrentarse al problema, de sacar los recursos, de utilizar la técnica para trasladar un concepto, de evitar la obvio para trascender y de hacerlo por derecho, como Pablo Aguado a la orilla del Guadalquivir. Yo no sé dónde han estado todas esas piezas, pero -hablando de toros- yo pido el indulto para ellas y que la temporal se convierta así en permanente. Esa maravilla no puede volver al almacén. Y de paso, que nominen a Bolaños y Alcubierre a los MAX como espectáculo revelación. Nadie lo merece tanto.
Esta columna fue publicada originalmente el 18 de junio de 2019 en El Norte de Castilla.