El mundo no es lo que solía ser. No sé bien cuándo ha pasado, desconozco si ha sucedido de modo brusco o ha sido un proceso lento, agónico, como si se estuviera fundiendo a negro una escena mientras la siguiente no está aún preparada. Son los minutos de la basura, el epílogo que sirve de introducción, el miedo permanente revisable, vivir en funciones. Han cambiado las ciudades y ya da lo mismo pasear París que Londres que Madrid. Todas las ciudades son la misma, las largas avenidas, el Starbucks y el McDonald’s, la misma mujer que pasea triste, el mismo hombre en la misma bici, los mismos sonidos metálicos, idénticos olores en las basuras. No queda nada por descubrir cuando todas las boutiques son Zara y todas las dependientas tienen estilo como de libro de educación para la ciudadanía; no hay ya posibilidad de asombro cuando todos los bares son el mismo bar y el mismo metro te lleva al mismo olvido, en distintas coordenadas, en distintas intensidades. Se suceden las legislaturas como se suceden los fracasos, tirándonos el relato a la cabeza y tapando con los pies los deshechos bajo la arena mientras afinamos nuestra magistral manera de hacer como que no hubiera pasado nada.
No ha cambiado el mundo, pienso, quizá hemos sido nosotros, que hemos mutado la ilusión en pericia y el placer en anhedonia. Ya no hay boinas en Montmartre ni bulldogs en Mayfair, no hay torerillos en Ventas ni mengues cortando jazmines para tirárselos al Cachorro de mis días y de tus noches. La última forma de huir, pienso, puede que sea recluirse en tu relato, no salir de tu barrio, cerrarse herméticamente en un castillo solo abierto al cielo, solo abierto a Dios, para que nadie pueda quitarnos al menos el recuerdo del asombro, la esperanza del recuerdo, la fe de la esperanza, el misterio de la fe, para que nadie pueda arrebatar estos ojos cerrados que aspiran tierra mojada y riadas por la calle Esgueva que se llevan por delante ese Niño Perdido que somos todos y cada uno, como una metáfora trágica, como una advertencia que no queremos ver.
Escribir hoy solo tiene sentido esquivando la actualidad, dando la espalda a la realidad, negándose a claudicar ante este otoño como de Ludovico Einaudi, que no es gris sino antiguo, que no es tristeza sino decepción, decepción sin objeto, decepción en todas las direcciones, decepción que se rebela como un monje de clausura, que grita como un voto de silencio, un grito que nadie escucha, como tatuarse a Munch en el paladar, como el que aparca un dos caballos en mitad de un partido de polo y se baja con la lentitud excesiva del que tiene razón y lo sabe, del que aguanta abucheos, del que te devuelve la mirada y el sufragio activo, del que pone una bomba lapa en cada columna vulgar, repetitiva, bienqueda, como la lágrima en un tango, como el lamento de un radioaficionado, como si aún viviéramos dentro del contexto de una época que nos resultara propia, como si un abrazo cómplice, una mirada esquiva, unos ojos como de siglo pasado pudieran traernos el mundo tal y como lo dejamos cuando nos fuimos. Y solo así mirar de frente al nuevo mundo, buscar recuerdos viejos, transformar la escala menor en mayor, abrir las ventanas como de cuadro de Matisse, respirar profundamente el olor a Venus frente al espejo y gritar al mundo que todo sigue igual, que llegará la niebla y al menos daremos sentido y hogar a la ceguera.
(Esta columna se publicó originalmente el 24 de septiembre de 2019 en El Norte de Castilla. Disponible aquí)