Este sábado, un grupo de personas reclamaba en Valladolid su derecho al aborto «sin plazos ni supuestos», es decir, su derecho a poder asesinar sin consecuencias a sus hijas, pongamos que a los nueve meses de gestación -sin plazos- por el mero hecho de que a ellas les parezca bien -sin supuestos-. Desconozco si alguna de esas personas ha tenido en los brazos a un bebé de nueve meses de gestación, o de ocho o de siete. O, como en algún caso por todos conocido, a dos mellizos viables naciendo solamente a las veintiséis semanas. Quiero creer que no, que no han sentido la paz inmensa de la mirada de un recién nacido, el olor de esa piel suave -mortal y rosa, que diría Umbral-, la vida abriéndose paso, la evolución de la especie haciéndose presente aquí y ahora, en tus brazos, apenas a unos centímetros de tu corazón. No pueden haber sentido el amor llenándolo todo, yo espero que no hayan pasado aún por eso y deseo que alguna vez lo hagan para que se replanteen algunas de sus proclamas.
El aborto es un tema muy complicado, pero si ya la actual legislación contemplando plazos – ¿en qué minuto exacto hay vida?- y contemplando supuestos -¿hasta qué punto podemos acabar con una vida para hacer más feliz y cómoda otra?- es motivo de equilibrismos éticos, fuente infinita de reflexión para muchos y de repugnancia para algunos, no quiero pensar qué puede haber en las cabezas y corazones de quienes defienden sin despeinarse el derecho a matar a sus propias hijas en un embarazo viable, a término, sin motivo alguno y sin pasarse por ello el resto de su vida en la cárcel por homicidio con agravante de parentesco. No hablamos de una célula: hablamos de una niña de cuatro kilos y medio. Prefiero no pensarlo. El aborto es un asunto en el que algunos no encontramos espacio para el relativismo: o hay vida humana o no la hay y si la hay no hay plazos ni supuestos moralmente defendibles, pero la vida me ha enseñado a respetar las decisiones en sentido contrario de personas cuya moral no es ni mucho menos inferior a la mía y, en todo caso, a la ley. Y aún así, si la línea roja que marca esa ley ya es muy cuestionable, ¿qué servicio creen que hacen quienes defienden volar las bases no ya de la humanidad sino del derecho para defender una barra libre despiadada de salvajismo, barbarie y crueldad?
La protesta se convocaba contra la violencia machista, algo que, de no ser repugnante, sería hilarante. Apología del infanticidio de niñas por parte de sus madres contra la violencia machista. Hay cosas para las que uno no está preparado y nunca lo estará. Al final del recorrido se llevó a cabo una performance representando la muerte de una mujer durante un aborto ilegal. Evidentemente, en dicho teatro no se mostraba la muerte del bebé que esa mujer llevaba dentro -y eso no es una performance sino un asunto repleto de sangre y vísceras rojas, latiendo, nada alegóricas- y algo me hace pensar que, si lo vieran, la performance sería un inmenso acto de contrición y culpa imposible de lavar jamás.
‘Sexualidad no es maternidad’, se podía leer, para rematar la ignominia. El aborto como método anticonceptivo, la rebelión del sistema reproductor queriendo hacerse inane, personas queriendo desnaturalizar los efectos en nombre de las causas. No hace falta ser católico para oponerse a ciertas cosas. De hecho, no sé me ocurre mayor nivel de progresismo que defender a los débiles del peligro que para ellos suponen los necios. Que Dios nos perdone.
(Esta columna fue publicada originalmente en El Norte de Castilla el día 1 de octubre de 2019. Click aquí)
Quiero creer, que no saben de lo que hablan, que no han sentido una nueva vida en sus brazos, y que tampoco hayan sentido lo que pesa y entumece la muerte en sus mismos brazos. Pocos lo saben, y mejor que no lo sepan.
Como bien dices, que Dios nos perdone.
Aunque a mi me cueste perdonarle a Él.