Mañana se cumplirá un año desde que publicara por primera vez en El Norte de Castilla. Cincuenta y cuatro columnas después, no puedo evitar tener a la vez la sensación de que aquello pasó ayer y de que en realidad llevo aquí toda la vida, agazapado en esta esquina par, como un intruso que guarda las ‘Cartas al Director’. La vida ahora es aquello que pasa entre martes y martes y que observo como un traidor que no sabe guardar secretos, como un cazador con el arma cargada dispuesto a atrapar el punto de vista bueno según lo vea acercarse volando. Mi madre me recordaba que, con seis años, yo ya leía ‘El Norte’ antes de ir al colegio. No es que fuera un niño prodigio, es que en casa éramos muchos y uno aprende a sobrevivir bajando al buzón el primero y haciendo del baño un fortín en el que jugaban el Pato Yáñez y el ‘Polilla’ Da Silva, a medio camino entre búnker y biblioteca.
El Norte siempre ha estado en mi vida -como en la de todo vallisoletano- y yo tiemblo ante la página en blanco, no porque no haya temas, no porque haya urgencias, sino por saberme del otro lado, por el niño de seis años que quizá lea lo que escribo antes de ir al colegio, por sus padres, a los que acompañamos en el bar de abajo con el tercer café de la mañana; por las horas muertas de los quiosqueros de esta ciudad, que nos conocen ya como a su propia familia; por los que nos leen en el tren; también por los que hacen como que no nos leen y sonríen de medio lado cuando me ven volver del gimnasio con pantalones cortos; por los enfermos que pasan las hojas -hartos ya de pasar las horas- y a los que servimos de ventana al mundo; por el anciano que lee las esquelas y sonríe porque hoy no conoce a nadie; por el fondo norte que, en Zorrilla, recuerda a Cantatore y empuja a Sandro, que somos todos; por todos aquellos que tuvieron que emigrar y que desde cualquier parte del mundo visitan su ciudad a través de la pantalla. Lo hacen para dar un beso simbólico a su madre, para dar un abrazo a sus amigos, para guardar en una botella la niebla sobre el Pisuerga y tirarla al mar de los recuerdos. El Norte es el cordón umbilical que nos une con nosotros mismos.
Mantenemos un legado desde 1854 y eso es algo que nadie más puede decir en España. Cuando nació el Partido Socialista, El Norte ya tenía 25 años. Cuando se pierde Cuba, 44. Cuando, en la calle Duque de la Victoria, se funda el Real Valladolid, el periódico contaba con 74 años. Cuando termina la Segunda Guerra Mundial, ya teníamos 91. Y hoy son 165. Muchos han pasado antes por aquí y a ellos les debemos que podamos abrir el periódico hoy. Muchos pasarán después y es nuestra responsabilidad cumplir aquí y ahora, para conservar lo que nos ha llegado e intentar dejar el listón al menos donde lo encontramos. No es fácil: aquí ha escrito Delibes, aquí ha escrito Umbral, aquí ha escrito Jiménez Lozano. Y ahora, ese niño de seis años, a una distancia sideral, se siente muy orgulloso de cumplir su primer año al otro lado, de ser digno de la confianza y de intentar no hacer el ridículo en la esquina par que la historia nos ha confiado para seguir contando Valladolid martes tras martes. No encuentro mejor manera de honrar a los que se fueron ni tampoco de respetar a los que vendrán. Gracias por permitirme hacerlo.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 8 de octubre de 2019. Click aquí)