delibes

El día que murió Delibes yo ya estaba triste. Por circunstancias de la vida, pasé ese día completamente solo, algo a lo que, por entonces, no estaba acostumbrado. Luego la vida se ceba con las propias debilidades para enseñarte de lo que eres capaz. La melancolía había llegado antes que la noticia para ir haciendo cama a la ansiedad y recuerdo bien aquella pena preventiva llenándolo todo, como la niebla cuando baja como una camisa de fuerzas, dejándote ciego en un mundo gaseoso, sin aristas en las que tocar fondo; sólo esa sombra húmeda que se expande y te llena de vacío por dentro. Recuerdo que escuchaba a Morrissey en bucle como queriendo escapar de aquel viernes mudo y gris que fue, en realidad, un domingo que duró tres días. Entonces llegó la noticia como nos llegó a todos, en forma de silencio, de un silencio congelado que nos atravesó el corazón. Ha muerto Delibes. Se ha ido el maestro y estamos solos.

Delibes, en Valladolid, era un abuelo más. Cada uno tiene a los suyos y, además, a Miguel Delibes, lo cual hace de nosotros la única especie con cinco abuelos y un tronco común al que asirnos cuando nos descarriamos, que es algo que sucede cuando nos olvidamos de la dignidad de una tierra pobre como sus ratas y altiva como el cielo, que en Castilla está mucho más alto. Delibes fue parte del paisaje diario de la ciudad y todavía no me he acostumbrado a su ausencia. En mi barrio, que es el suyo, aún le vemos doblar la esquina dando grandes zancadas, con las manos cruzadas a la espalda, la mirada baja para no saludar, rictus serio y gorra de cazador. Un día le paré y hablamos de ‘La Hoja Roja’. Resultó amable e incluso cercano. El resto de días de mi vida no lo volví a hacer para no molestarle, pero por dentro musitaba respetuoso: “Buenos días, Melecio. Gracias, Cipriano. Hola, Azarías. ¿Qué tal, Mochuelo?”. Diez años después, aun no nos hemos recuperado. Fue muy desagradable despedirse para siempre y creo poder afirmar que la ciudad jamás ha vuelto a ser la misma. La mera presencia de Delibes, la sola posibilidad de un encuentro hacía que nos respetáramos más, que nos sintiéramos privilegiados, elegidos, que nos miráramos como si tuviéramos dentro el mapa del tesoro con una equis gigante. La equis final de Max.

Hace unos días veíamos en La 2 un magnífico documental coincidiendo con el décimo aniversario de su muerte. España recordó su figura gigante y yo no puedo evitar sentir que ese documental hablaba en realidad de todos los vallisoletanos, porque en realidad Delibes es otra forma de decir Valladolid. A mi hija aún le faltaban cuatro meses para llegar mundo, pero aquel día la eché de menos por vez primera. Sentí unas ganas repentinas de abrazarla, de presentarme, de darle la bienvenida a su casa y a su tierra: una tierra devastada por la incomprensión y el abandono; una tierra de viejos callados y de aves rapaces que los miran desde arriba a la que se le acababa de ir un abuelo. Han pasado diez años de aquello y lo vamos asumiendo, pero aún recuerdo aquellos días y no logro quitarlos de mi cabeza. Ya nadie conocerá la suerte de vivir con cinco abuelos, pero muchos viviremos para siempre en la inmensa honestidad de una ciudad con Delibes.

(Esta columna fue publicada originalmente el 5 de noviembre de 2019 en El Norte de Castilla. Click aquí).

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