El 15M trajo consigo una debacle intelectual de la que aún no hemos salido. Van a hacer falta muchos años y muchos libros para recuperarnos de esa pseudo revolución de pijos con iPhone y pulserita de festival que bebía -a morro- de mayo del 68, hijo de la revolución francesa y por lo tanto germen del populismo y de la protesta de biberón y coreografía que hoy nos corta el tráfico los días de fiesta.
Lo cortan, por cierto, no para reivindicar pan y tierra, sino para exigir tofu y festi. Si pidieran pan, los trabajadores de Seat en Martorell habrían mostrado ya el piolet a toda la cúpula de la Esquerra; si pidieran tierra, defenderían la que tienen, pero esto hace mucho que no va de obreros contra patrones ya que, tanto asalariados como autónomos comparten sitio y lecho en la placidez de la clase media y, por lo tanto, suponen el enemigo real al cual sangrar vía impuestos para financiar el ballet indignado, que exige Netflix los findes, viaje los puentes y que te llama violador a la cara.
El 15M no solo trajo la debacle intelectual de sentirse con derecho a reivindicar gilipolleces como quien lanza conjuros. También trajo la debacle moral que supone perder la vergüenza y el pudor al hacerlo y, sobre todo, el hecho de ofrecer sacrificios humanos a cambio. Porque es eso lo que subyace a la pataleta de cada colectivo que mira por lo suyo sin importarle una mierda las consecuencias de las pancartas ni a quiénes esclavizan sus consignas de hechiceros. A este respecto, toda conversación acaba en el mismo lugar: sí hay dinero, pero los políticos se lo llevan crudo y los grandes empresarios no pagan. Vaya por Dios. Al final va a resultar que nuestra brecha de competitividad con el valle del Rhin va a ser culpa de un concejal de Dos Hermanas o del pensamiento mágico ese de que los ricos no pagan que han oído en La Sexta. Los únicos que no pagan IRPF son las rentas de menos de 14.000€, algo que me parece vergonzoso: aunque sea poco, has de contribuir al bienestar que disfrutas cada día para que no lo veas como un regalo que los demás te deben sino como la consecuencia de haber producido valor.
No acaba aquí: al paletismo victimista de colectivo se le une el paletismo de victimismo territorial, de modo que al pensionista de Vic le importan un clavel los derechos del pensionista de Zafra y el taxista de Mollerusa ve como culpable de sus males al de Vallecas, entrando en una espiral de doble empoderamiento que termina en una matriz con forma de agujero negro que nos llevará a otra dimensión: la del eructo populista identitario.
Estos discursos esconden un individualismo feroz, y es que estas reinvindicaciones son puro egoísmo disfrazado de solidaridad: sean solidarios conmigo y paguen, que a mi ustedes me importan una mierda. Uno se considera un socialdemócrata clásico -algo que hoy en día supongo que será visto como extrema derecha- y sabe que el enemigo real de la socialdemocracia posibilista no es el centro-derecha sino comunismo y populismo. Si seguimos así vamos a cargarnos lo que se ha conseguido: si todo vale, no vale nada; si pedimos todo, no tendremos nada; si gritamos como locos, no se nos oirá.
Necesitamos lideres con autoridad que guíen desde la responsabilidad y sepan decir que no, argumentar y aguantar el chaparrón. Lamentablemente estamos en manos de personas aterradas por el rebuzno y por la encuesta. Me temo que la peor forma de esclavitud sea convertirse en esclavos del esclavo.
(Esta columna fue publicada originalmente en El Norte de Castilla el 17 de diciembre de 2019. Click aquí)
¡Bravo!