BURRO
Ilustración: JOSÉ IBARROLA

Eugenio estuvo a punto de morir el mismo día en que nació. La falta de riego en el cerebro durante unos segundos le produjo daños irreparables de los que nunca se recuperó. Junta cuarenta y cinco primaveras, pero aparenta sesenta. Eugenio no habla, se comunica con balbuceos y ruidos nasales constantes. Se le cae la baba, un riachuelo de saliva retrasada que nace como un manantial de su cuerpo y muere en un charquito de tragedia que ha creado sin saberlo entre arena, restos de paja y heces de oveja.

Montoro es un burro que estuvo a punto de morir el pasado invierno. Se le peló la panza y adelgazó muchísimo. Dicen que no saben qué le pasó, pero él y yo sabemos que fue la pena y el frío que se pasa en ese corral hediondo. En verano se comenzó a recuperar, pero desde que se puso malo, ya no sale de esa cuadra con barrotes que no puede saltar.

Eugenio es el penúltimo en la jerarquía familiar, solo por encima de Montoro, y por eso aprovecha cualquier situación para que el burro sepa que él manda. Cuando Eugenio coge el carretillo lleno de alfalfa, Montoro hace como que no lo ve. Cuando Eugenio pasa con la carga delante del borrico, Montoro finta como Cruyff, recorta como Messi y hace un zig zag para meter un bocado a la alfalfa. Eugenio le increpa con un par de tortazos en la grupa y sonidos de barco en el puerto de Bermeo. Suena parecido a intentar pronunciar una legión de oes con la traquea cerrada, unas oes que salen directas del pulmón, unas oes que huelen a pena contenida, a pena sin motivo, a enmienda a la totalidad. El burro se come la bronca de Eugenio y se da la vuelta.

Repiten la operación varias veces. Eugenio finge que el burro le roba, pero a la vez se asegura que pasa lo suficientemente cerca como para que Montoro llegue a la alfalfa. Y después, dos tortazos en la grupa como castigo. Montoro finge a su vez que no sabe que Eugenio va a acercarse y hace como que no mira. Finta, recorta, zigzaguea y pilla alfalfa. Acto seguido ofrece el lomo para que Eugenio llegue bien y pueda castigarle, no vayan a pensar el resto de hermanos que Eugenio se deja robar por un burro.

Cuando acaba la jornada, Eugenio va a su casa, se quita el mono y se pone pantalones, camisa y jersey. Va a la plaza, pero no entra al bar con el resto de hombres, se queda fuera, apartado. Pasea y espera a su madre, que tiene los años que él aparenta tener y por eso parecen hermanos. La madre llega por detrás y le besa. Hace como que se le cae una moneda. Eugenio la recoge y la esconde en el bolso del pantalón. Mientras caminan de vuelta hacia su casa, la madre piensa en que Eugenio pudo salvarse como el hijo de Petra, al que le pasó lo mismo y ahora es abogado. Eugenio va pensando que con esa moneda comprará mañana unos terrones de azúcar para meterlos en la carretilla de la alfalfa. Seguro que a Montoro le va a encantar.

(Esta columna se publicó el día 25 de enero de 2020 en El Norte de Castilla. Click aquí)

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