Hay quien prefiere el gazpacho y está en su derecho, pero nosotros decidimos pasar los treinta y cinco grados que inauguraban la canícula de julio sin abanicos y con un lechazo asado en Peñafiel, cabalgando contradicciones, hornos y reconquistas y aprovechando para explicar a los más pequeños que el siglo X late en cada tramo del Duero y de nuestra sangre castellana, guerrera y orgullosa, que no es otra cosa que su afluente. Esto es lo que somos y es lo que queremos seguir siendo si nos dejan los cursis y sus complejos freudianos.
El río, que es frontera y patria, es una especie de aorta descendente que esparce a su paso vida y taninos. Y algo más, quizá un pequeño olvido maniatado y el polvo de un rebaño de churras, el perro y el pastor. Pasear estos pueblos me ayuda a recordar quién soy y de dónde vengo. Me sitúa en una predisposición al asombro, al agradecimiento a los que poblaron estas tierras antes que nosotros y los que las defendieron en tiempos duros, duros de verdad, que no duraron tres meses sino ocho siglos. Y luego América, Lepanto, Flandes. Y nos la supieron legar, a pesar de que ahora algunos tiren las estatuas al suelo para poner así la historia real a la altura de sus escasísimas luces. Y una ofrenda de flores a Almanzor de parte de la asociación feminista local, supongo. Y un pendrive para los machos alfa.
Pero pasear estos pueblos también me deja destrozado. Donde otros ven una España vaciada yo veo decadencia esculpida en piedras que hablan y en escudos que se niegan a que olvidemos que nos hemos desangrado en nuestra propia indiferencia. Un pueblo que se respetara a sí mismo no llevaría a sus hijos a esos castillos inventados de EuroDisney, con princesas cursis y bailes globalistas, cartón piedra, pollo frito y una oda al sueño hortera de la clase media. Los llevaría a los castillos reales, a estos que nos miran con displicencia y altanería silenciosa y nos gritan al oído que quizá el olvido y la incultura sean la peor forma de maltrato infantil. Me temo que, si pudiéramos, no solo meteríamos en residencias a nuestros viejos sino a todo vestigio del pasado. Un almacén para castillos, bodegas, aparejos de labranza, campanas y retablos con carcoma, como un ‘bulldozer’ que hiciera de Castilla un centro comercial de Dubai. Pulido y frío como el amor cuando termina.
Y después del subidón supremacista, el lechazo como sacrificio atávico, una Salve a las parideras de verano, al cobijo fresco de las bodegas subterráneas que nos aíslan del calendario y sus consecuencias. Lo del fresco no es un modo de hablar: en el mesón estaban encendidos los radiadores para templar el ambiente y que el cambio no fuera excesivo. Así que eso, loas y alabanzas a la sabiduría popular, una lagrimilla de felicidad y una oración por esa pobre gente que, en estas fechas, se ve obligada a comer un bocadillo en la playa. O peor aún: en una terraza, al aire libre. Al aire libre comen las bestias, no las niñas de Castilla. Y luego lo de siempre: lechuga, pan blanco, mucho vino, queso al postre, amor entre amigos, balonazos infantiles contra en el muro de la iglesia, el paseíllo en ‘El Corro’ con un pasodoble de fondo y encuentros inesperados. Y la subida al castillo, claro, uno de los más bellos, allá en lo alto de una peña que recuerda a final de etapa ciclista, con camiseta del Kelme y esa vuelta que aun tenemos en las piernas.
Pasear nuestros pueblos es una obligación moral que nos recuerda que nos toca, que es nuestro turno, que no hay nadie a quien mirar para echarle las culpas de la que se nos viene encima, que el tiempo es ahora, que tenemos la enorme responsabilidad de mantener un patrimonio y un sentido de la dignidad y que ni hay más cera ni la que hay arde. Esta es nuestra cultura, nuestras tradiciones y una historia que no es de Disney. Hay que conocerla para conocerse. Hay que construirse desde dentro para poder salir hacia fuera sin hacer el ridículo, sin pretensiones de nuevo rico, sin estirar el meñique a la vida. Y sin demasiada gravedad, con amigos, con familia, con vino, con música. Con animales y con viejos.
El mundo no es un plato de atún marinado ni la vida una reducción de Pedro Ximénez. Si la expectativa se construye con estética de palets, los sábados acaban oliendo a ginebra rosa. La revolución tiene forma de porrón. La rebeldía es apretarse un lechazo a cuarenta grados. La verdadera subversión es mostrar el dedo corazón a la tarta de algarrobas. Lo más ‘in’ es estar ‘out’. Lo más cosmopolita, un niño que ame su tierra.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 6 de julio de 2020. Clic aquí ).