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En Buckingham Palace, el cambio de guardia empieza a las 10:30 de la mañana, pero el relevo no tiene lugar hasta las 11:00. La ceremonia dura aproximadamente unos treinta minutos y su operativa está formada por dos destacamentos: uno procedente del cuartel de Wellington y otro del Palacio de Saint James. Por su parte, el cambio de custodia de mediados de agosto comienza a una hora parecida y tiene una duración similar. En él también forman parte dos destacamentos, cada uno procedente de un lugar de la historia y sus alcantarillas. No hay estandarte, pero sí hay niños, que actúan a la vez como reinas en palacio y como peones en el campo de batalla. Ellos están a la vez en Saint James y en las barracas de Wellington, que es como estar en misa y repicando.

La guardia de la reina crece en la garita y, durante el cambio, la pareja que se va deja la niebla en estado de revista para que la nueva dupla la convierta en brumas. Del mismo modo, los niños forman su personalidad en ese espacio que surge entre el padre y la madre, que no es garita sino llanura. Pero cuando esa planicie verde se convierte en un campo de batalla sangriento, el prado se vuelven las Navas de Tolosa y el niño no tiene otra que convertirse en un sicario para poder sobrevivir. Entonces, como en Londres, se viste de rojo y se arma con ese casco de piel de oso.

En cambio, si el espacio entre los padres es armonioso, lo mejor que podemos hacer con la piel de oso es venderla y ya lo cazaremos más adelante. Y solo si nos cuadra. En ese caso, los cascos se los enviamos a los Windsor, que los van a necesitar. ‘Dieu et mon droit’, es su lema, que no dista mucho de ese ‘Dios y leyes viejas’ del PNV, ni tampoco de la oración de un padre en el juzgado de familia, que apela a Dios y a sus derechos, como un foralista que cambia por txapela el casco negro de un ‘beefeater’. Hay también odas al convenio regulador estándar y salmos al articulo 92 del Código Civil. «El señor es mi pastor, pero algo me falta».

Y es la prole, claro. A partir de mañana podremos ver el espectáculo, como una gigantesca migración de aves. Veremos a millones de hijos de padres divorciados cambiar de manos delante de nuestras narices. A pleno sol, a plena calle. Es algo sutil, si no te fijas no se ve. Pero una vez lo comienzas a percibir, no puedes dejar de verlo nunca más. Ya eres un iniciado, has cambiado la mirada, tienes los planos e interpretas de otro modo el trasiego de maletas, los coches en doble fila, las miradas tristes y la soledad fuera de contexto. Cobran sentido los peluches a plena luz del día y uno entrega a su descendencia como el ‘rider’ entrega la pizza. Por suerte, creo que aún no te ponen nota. Ni pulgas ni pulgares.

Dice Santiago Segura, en relación a lo de Kike Ponce: «Cada persona es un mundo. A mi me resulta imposible pensar en renunciar a una parte de las vidas de mis hijas. Si te separas, con suerte las ves la mitad. Yo por la mitad del tiempo de mis hijas no me voy ni con Claudia Schiffer». Desde este momento me declaro fan incondicional de Santiago, y es que estar quince días sin tus hijos es un atentado al instinto, una doma clásica de la pulsión y una forma de terrorismo como otra cualquiera. Pero como no hay alternativa, no queda otra que acostumbrarse. Solo que nunca se consigue del todo. Quince sí, quince no. Así todo el verano. Día sí, día no. Así toda la vida.

A partir de mañana, si saben mirar, verán cómo las calles se llenan de alma. Unas van, otras vienen. En la vida hay Ponces y hay Seguras y desde mañana se huele por las calles quién es quién. Se nota en la mirada: unos, del corazón a sus asuntos; otros, de sus asuntos al corazón. La diferencia está bastante clara y no seré yo quien juzgue, aunque ya lo he hecho y con todo el peso de Damocles. Hay quien critica a Santiago Segura, que si para eso mejor divorciarse, que si yo no querría que estuvieran conmigo solo por los niños y otros argumentos de superpop. Santiago no ha dicho eso, pero ya lo digo yo. Por supuesto que una familia trasciende a la felicidad, a la alegría o a la diversión de la pareja. Por supuesto que tus hijos son mas importantes que tú y por supuesto que muchos -y muchas- estaríamos dispuestos a dormir cada noche con Satanás a cambio de poder tener cada día a nuestra prole cerca, tocando las narices, pidiendo pan y piscina.

Ahora toca el partido de vuelta: dos semanitas de silencio en las que algunos nos engañaremos pensando que tendremos más tiempo para escribir, más horas para trabajar y las tardes para rematar esos libros de la mesilla que piden cariño a gritos. Podremos fantasear con dar largos paseos junto al río y bajar esta barriga post guipuzcoana, hacer deporte, comer ensaladas y cenar sandía. Pero en realidad, claro, nada. Como en el cambio de guardia, esto consiste en entender que solo hay disrupción para el secundario. El protagonista de la historia se queda en el hilo narrativo principal y, por ello, percibe que el que te vas eres tú, que la vida sigue. Todo es continuidad a ojos de la reina de Inglaterra. Mañana, por el Mall y por mi calle, todo sigue igual. Hay días que mataría por un gaitero.

(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 14 de agosto de 2020. Disponible haciendo clic aquí)

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