No vuelvas a decir que no sabes qué hacer, que todo es lo de siempre, que la vida es un penar eterno en un callejón angosto y sin sentido. Podrás saltar, podrás nadar, podrás correr como un caballo desbocado sintiéndote libre de nuevo. Y vendrán entonces, como calambres, los recuerdos de este año, las cicatrices en el alma, el corazón encogido para siempre ante el sonido de la ambulancia, la noche de los balcones rotos entre el frío de marzo, como un estertor, como un latigazo, como un automatismo industrial y evolucionista. Se quedará el odio enfermizo a las curvas, la fobia a las gráficas y a sus pendientes. Pero esto algún día pasará. Y va a llegar, no sé cuando, otro verano como los de antes, con el sol poniéndose en el mar como si fuera un guiño del cielo y un niño apuntando con el dedo que mueve el mundo, como un murmullo de vida y ADN, como un shock de paz entre los brazos de sus padres y la brisa plateada de una noche de julio.
Todo esto volverá, es cuestión de tiempo. Pero nunca más será lo mismo. No podremos volver a decir que lo normal es lo normal y la rutina sus cauces. Ya hemos visto que lo normal era, en realidad, un regalo que se nos mostraba cada día; un abrazo espontáneo, un bar abierto, el abuelo que se quita la boina al paso de una mujer. Las manos arriba en un concierto, las noches eternas sentados en la pared de aquella iglesia, la sensación de formar parte de algo que nos une, de sentirse humano, de percibir nítido ese láser invisible que nos une entre el gentío, que nos junta en la distancia, que nos acerca a los nuestros, con la salvedad de que los nuestros -ahora lo sabemos- son todos. Un beso al azar, un brindis con una desconocida, un apretón de manos amistoso y varonil en lugar de este codo punzante, huesudo y miserable.
No vuelvas a decir entonces que te aburres, que te falta dinero, que no sabes qué hacer. Ya has sentido lo que significa tenerlo todo y no tener nada, ya has sentido el frío de este agosto gris que se oculta avergonzado, que se quiere ir porque no pinta nada, porque sabe que sobra. Miraremos atrás entonces, recordaremos en silencio lo que hemos pasado y eso nos servirá de combustible para salir volando y no parar hasta llegar a Roma, a Tánger o a Bristol, sabiendo que no siempre pudimos y que no siempre nos quisieron. Y cerraremos los puños de rabia pero con la inmensa alegría de sabernos vivos, libres, sanos, juntos. Pienso agarrar a una desconocida para bailar un vals, juntar mi mano derecha a su mano izquierda y salir girando en círculos concéntricos como dos leones en peligro de extinción hasta que caigamos reventados en la arena de una playa o en un altar, lo que antes llegue. Voy a celebrar cada comunión como si fuera la última, cada boda como si fuera la primera, cada cumpleaños como una nochevieja desatada que en realidad nos celebrara ella a nosotros.
Va a llegar y es cuestión de tiempo. Es demasiada pena y demasiado junta. Hay que hacer que tenga sentido tanto dolor y tan poco recuerdo. Por eso, cuando la vida nos tenga ahí de rodillas, a punto de desfallecer tras otro otoño de silencio, otro invierno en la cueva y otra primavera desquiciada, cambiará de repente nuestra suerte y con ella los números del boleto. Va a pasar. Y no querremos entonces recordar este verano en el que estuvimos solos, este verano sin esos millones de personas que nos visitan, esos aviones llegando de todas las partes del mundo para respirar un poco de alegría y civilización. El mundo nos necesita, esa es la realidad. Lo peor no es lo nuestro, porque no somos nosotros los atrapados bajo los Pirineos. Son ellos los atrapados en sus prejuicios, en sus países tristes y en sus curvas aplanadas. Son ellos los atrapados en una pesadilla de rebaño. Nos echan de menos. Y nosotros también a ellos. El ‘alumbrao’, las Fallas, los Miura por Mercaderes. El sol saliendo por Magaluf y poniéndose en Benirràs, los espetos con Nieto y con Molina, Madrid con Juan Diego, Urgull con Chapu, Finisterre canalla, Galicia caníbal. Los niños sin mascarilla, los viejos paseando sin más cara de miedo, por favor, las gaviotas pidiendo acción a gritos, la vida explotando en los pueblos de Castilla, los peregrinos que comparten pan y lecho en El Bierzo y sus pallozas.
Va a llegar y no tardará mucho. Y escribiré entonces al verano con palabras nuevas. Porque no va a haber nunca otro verano más. Ya nunca será igual, ya nada será lo mismo. Cada verano desde hoy será el mejor verano de nuestra vida, el homenaje que los vivos hacemos a los vivos. Hemos hecho historia, aunque aun no lo sepamos. Cada uno de nosotros somos leyendas, aunque no seamos todavía conscientes. Hemos hipotecado un verano a cambio de todos los veranos. Esto va a terminar y será otra muesca en el revólver, otra arruga en el estilo, apenas eso. Estoy seguro de que vienen buenos tiempos. Mañana comienza septiembre. Queda cada vez menos para el mejor verano de nuestra vida.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 31 de agosto de 2020. Disponible haciendo clic aquí).