
El primer amor es populista y se descarta, como la cerveza que sale del grifo tras un estado de alarma. El resto de amores son intentos de olvidar el primero. O quizá, en realidad, sean intentos de repetirlo. No se sabe. O quizá sí que se sepa y simplemente sea yo el que no tiene la menor idea, algo bastante probable. En cualquier caso, el último amor también se descarta, como los restos que quedan en el vaso tras un trago largo de sidra de Nava. Por profilaxis, por respeto. Por elegancia. El único amor que vale la pena es el del medio, el que nace un martes por la tarde y se refleja en un charco cuando sales del teatro, sin fuegos artificiales, sin intensidad belicosa, sin versos de Gil de Biedma.
Antes del segundo divorcio nadie cree en el amor. Antes de la excomunión nadie debería creer en mucho Dios. Es difícil creer en tu patria después del tercer destierro, de obispo para arriba la fe es un hándicap, a partir de concejal la democracia es un escollo y nadie cree en el amor en el trecho que hay entre la abogada feminista y el infierno.
Nadie cree menos en la política que un político profesional, nadie como él ha mirado los ojos al desengaño, al triunfo y al fracaso. Lo ha ganado todo y todo lo ha perdido. Un político bueno no cree en nada porque es a la vez líder y servidor, egregio y gregario. Todo servidor tiene algo de cobarde y todo un líder algo de traidor. Y también de traicionado. Por eso nadie como el político conoce lo caprichoso del destino, el poder devastador del azar, la ambivalencia prodigiosa de la fortuna y sus vaivenes. Nadie ha sentido tan profundamente lo provisional del afecto, la pérdida de memoria de un pueblo sordo, el ruido del camión de basura de las lealtades. Vánitas vanitatum, et ómnia vánitas.
Solo hay en ellos melancolía y escepticismo. Miedo al hambre, miedo a la sombra, sed de trienios, sueño de tricornios. En realidad, no existe la política, solo existen los políticos, las malas noches, las digestiones pesadas, las parejas insaciables. Porque detrás de un político corrupto, suele haber un psicópata con un anillo en el dedo. Y siempre pide más, como el entrenador de un pitbull que manda a la bestia al ring mientras mira su obra, como un Nerón desquiciado. No se confundan: las ideologías son para becarios, la libertad un lujo que solo pueden permitirse los pobres y las posibles soluciones, apenas excentricidades de tuiteros.
No son malas personas, responden a los afectos, como un animal maltratado. Algunos se estremecen si los acaricias el lomo, si confías en su honestidad, si los tratas como a un ser humano estándar. En eso se parecen a las ‘top models’. Están mas solos de lo que nunca podrían llegar a pensar y no son especiales. Son tan grises y mediocres como usted y como yo, pero para ver eso hay que aprender a mirar y a un político no se le puede mirar de lejos, como tampoco a una ‘top model‘. A un político hay que tenerle a dos metros, conocer qué hay detrás de la mirada, cual es el origen, de dónde viene tanto miedo. No son diferentes al pueblo excepto en una cosa: ustedes piensan que no hay solución y ellos lo saben, porque la solución son ellos.
En cierto modo, eso les hace mejores personas que el resto. Nadie cree en la Iglesia después del primer sínodo, nadie cree en la monarquía cuando el Rey es tu padre. El autoconocimiento es un camino que empieza y acaba en uno mismo, por eso es difícil estar en tu propio bando después de averiguar quién eres. Lo normal es que el primer bando se descarte, como el primer amor, como la cerveza que sale del grifo tras un estado de alarma.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 22 de diciembre de 2020. Disponible haciendo clic aquí).