Si algo me llamó la atención entonces fue la placidez con la que se instauró el estado de alarma, la sumisión absoluta del individuo a la coacción -la violencia- del Estado y la naturalidad con la que aceptamos que nuestros derechos fundamentales fueran suspendidos sin más, como si la libertad fuera un concepto administrativo, poco más que esa pintura azul que avisa si puedes o no aparcar. Y el silencio de fondo, la falta de reflexión profunda, la ausencia de cuestionamiento, la unanimidad sordomuda de un país que se muestra ante el poder dócil como un bretón. Me extrañó tanta obediencia y jamás me habría creído que España se metería en casa a mirar, como Nerón, cómo sus negocios se

 arruinaban y la vida se paralizaba sin oponer resistencia y sin que tuvieran que sacar a la Policía cada mañana. Sin presión ni represión.

Esa mansedumbre se ha percibido como un signo de madurez, pero yo me niego a mascar la galletita y limitarme a escuchar como me llaman ‘buen chico’. Puede que se haya demostrado que no hace falta apretar mucho para que la sociedad se ponga diariamente la mordaza, obedezca sin más y acepte prohibiciones absurdas sabiendo que son absurdas, solo por miedo, pero no al sonido de las porras en la espalda sino a la moralina puritana del vecino tras la mirilla.

Por lo mismo, me sorprende que la recuperación de nuestros derechos no se celebre por todo lo alto, sino que se haya recibido como se acepta el año nuevo después de la última uva, como si la libertad fuera una abstracción nada más, una convención social en la que se entra con un ‘fade to black’ y consejos de una astróloga.

Espero que no volvamos a aceptar mansamente un estado de alarma de duración indefinida, sin normas claras y por motivos cuestionables. Aunque algunos han mandado un mensaje claro a quien quiera recibirlo: son capaces de entregar sus derechos mientras haya Netflix, WhatsApp, Amazon, Glovo y un ERTE para pagarlo. Los que toman cañas son traidores, pero en mi ciudad la belleza es ya imparable, los mayores están vacunados, no se puede posponer la alegría y defender la libertad es una obligación ética. Tanto como lo es sacar el dedo corazón a los nuevos puritanos que, detrás del visillo, ladran obedientes al plasma.

(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 10 de mayo de 2021. Disponible haciendo clic aquí).

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