
Ayer me topé en la Plaza de España con una cola inmensa, una cola como de vacunación con Astra Zeneca pero con un matiz administrativo, burocrático, soviético, una cola como anunciando al fondo un mostrador con ojeras de nivel 16, pero formada por personas que, en una mano, sostenían una bolsa llena de picotas de La Marquesina y, en la otra, una bolsa igual de grande que la anterior pero llena de pesetas de todo tipo: en billetes, en monedas, rubias, plateadas, con agujero en el medio, de Franco, del Príncipe -hoy Rey-, del Rey -hoy Emérito-, de Naranjito -hoy Naranjite- y de Barcelona 92 -hoy Sarajevo 1914-. Había allí monedas de duro, de cinco duros, de veinte duros y hasta de cien duros, que, la verdad, lo pienso ahora y me asombro de la habilidad que adquirimos en contar en duros en lugar de en pesetas, una destreza inigualable y transversal. Sabíamos perfectamente cuánto eran veinte mil duros, cuarenta mil duros y nunca olvidaremos la sensación de salir de fiesta con mil duros, que eran mucho más que cinco mil pesetas, porque estaban destinadas al mal, es decir, a la risa, al amor y a la vida. Es decir, al bien.
Contar en duros era una habilidad exclusivamente española y, por ello, la peseta nos convertía en nación. Quizá deshacerse de todo rastro de ellas termine definitivamente con esa España que se nos va, que se nos ha ido, la España de la ilusión, la prosperidad y el reencuentro. La del R12, el vermú después de misa y las vacaciones en agosto. Yo no puedo evitar preguntarme dónde han estado los últimos veinte años, tanto las personas de la cola, como las pesetas de la bolsa. Las pesetas supongo que en álbumes de coleccionistas, en huchas olvidadas y en bolsillos de los trajes de las bodas. Puede que también en sobres almohadillados que recuerden mejor la burbuja y ese inconfundible olor del ladrillo al amanecer. Pero, sobre todo, me temo que en huecos perdidos de sofás noventeros.
La gente, por su parte, haciéndose mayor y no comprendiendo el frenopático en el que se está convirtiendo el mundo, la mala pinta que tiene esto y lo dura que puede ser la vida sin duros. Pero ya no hay monedas sino tarjetas y ya no se juegan las copas a los chinos, sino que vamos a los chinos a por copas. Por cierto, me he tomado la molestia en mirar la inflación desde 2000 hasta 2021 y ha sido de un 52,3%, por lo que, si la macroeconomía no me falla, los que ayer cambiaron las pesetas por euros han obtenido un 52,3% menos* que los que las cambiamos al principio. Un euro de hoy no vale 166 pesetas, sino casi 253. Es decir, que, contra todo pronóstico, sí que dan duros a cuatro pesetas. Lo que no sé es si alguien da euros a noventa céntimos, pero podemos preguntarlo a los de la cola. En España siempre hay un grupo de gente más lista, que hace lo que le da la gana. Cambian pesetas cuando quieren, se vacunan cuando deciden y, si dan golpes de estado, les indultan como a Vitorinos. Se confirma que cada español tiene dentro un economista, un gobernador del Banco de España y una Ursula von der Leyen. También un juez del Supremo, un estratega electoral y, sobre todo, un seleccionador de fútbol, que no solo sabe cómo buscar huecos en la defensa de Suiza sino, sobre todo, cómo buscar el dinero de Suiza en los huecos del sofá. O, dicho de otro modo, que son maestros en hacerse el suizo.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 1 de julio de 2021. Disponible haciendo clic aquí).
*En la versión original, ponía ‘más’, por error.