El verano del año 2000 lo pasé limpiando la moqueta del hotel más grande de Londres, es decir, la moqueta más larga de Europa y no es un modo de hablar. Entonces se rumoreaba algo de un hotel en Moscú que podría rivalizar, pero nunca me lo creí, es imposible tanta moqueta y tan sucia fuera del Reino Unido. El hotel es una mole con dos mil habitaciones en ocho plantas, lo que hace una media de 250 habitaciones por planta, casi un kilómetro de pasillos cada una, lo que suma más de ocho kilómetros de moqueta, sin contar habitaciones, salones, cantinas, recepción y demás animales mitológicos. No está mal, teniendo en cuenta que la Castellana supera por poco los seis kilómetros. Y yo ahí, arrodillado, con mi cepillo de cerdas duras como un relicario, viendo pasar a millonarios indios que pisaban mi moqueta mientras quitaba el polvo de los laterales, que es donde se suele amontonar la porquería, así en los hoteles como en el Real Madrid.

Aún no tenía móvil y, desde luego, no había iPod ni mp3 ni nada similar. Yo iba con un discman -madre mía- donde solo sonaba ‘Pequeño’, el último disco publicado por entonces por Bunbury. Y lo oía en bucle, sin parar. Cuando en días como hoy lo escucho, aún me veo arrodillado ante Inglaterra y me acuerdo de Blas de Lezo y voy al baño, ya saben. Acababa de ganar las primarias un tal Zapatero y el mundo era muy diferente. Los más jóvenes no son conscientes de que viajar sin móvil era estar perdido, pero entonces no lo sabíamos y, de hecho, lo que nos encantaba era perdernos para encontrarnos, huir un rato, disfrazarse unos meses de uno mismo, sabiendo que el disfraz más falso es el que se quedaba en casa. Cada calle era una aventura, sin mapas, ni referencias ni recomendaciones de restaurantes. Sin nadie a quien acudir y nadie a quien llamar si la cosa se ponía difícil. Cada noche era la última. Nos jugábamos literalmente la vida sin saberlo y en alguna ocasión nos tocó correr, claro. como a todos, como siempre. Hasta que llegaron los móviles y se acabó la libertad, la improvisación como forma de vida, la belleza del incógnito, la realidad como escenario sin un comodín que empieza por AA. Si sonaba una canción, más valía que el ‘pincha’ te dijera como se llamaba para poder ir a buscarlo a las tiendas de segunda mano de Camden. O eso o esperar años a que volviera a sonar en el sitio más insospechado de Madrid. Si te gustaba alguna chica, no queda otra que volver al mismo sitio a la misma hora a cada día, a ver si sonaba la flauta. Éramos ilocalizables y libres, perdidos en barrios que luego se hicieron famosos por las bombas del 2005.

En ese año 2000 alcanzamos nuestra cima como sociedad y, desde entonces, muchas cosas han ido a peor. Los móviles, la hiperconexión y la obsesión por la seguridad tras 11S y 11M han cambiado el mundo. Ha sido tan gradual que nos hemos dado cuenta, pero estamos llegando a puntos muy peligrosos. Nos estamos acostumbrando a estados de alarma, a toques de queda y a restricciones de las libertades arbitrarias y basadas en gestores supersticiosos e incapaces. La cosa se pone fea y haríamos bien en defender los derechos que nos quedan antes de que nos los quiten. Si tragamos con el pasaporte Covid tragaremos con lo que sea. Si aceptamos que los derechos fundamentales ya no son algo inherente al ser humano sino solo al ser humano vacunado, nos arrepentiremos irremediablemente. Si el derecho positivo se convierte en negativo, hemos perdido más de dos siglos de liberalismo de golpe ante el desdén de una sociedad enferma de ocio. 

Los vacunados debemos ser los primeros en defender los derechos de los que han decidido -erróneamente, en mi opinión- no hacerlo. Miren para atrás y valoren lo que hemos perdido en materia de libertades. Caigan en la cuenta de que la libertad no era tomar cañas, sino la sensación íntima de dignidad que trae el saberte sujeto de derechos. Y hoy, están en riesgo. Las vacunas contra la melancolía, otro día.

(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 3 de agosto de 2021. Disponible haciendo clic aquí).

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