En María de Molina han puesto una alfombra roja perpetua. Y es por si pasa María, que es una estrella, camina como una estrella y tiene gafas de sol de estrella, grandes, limpias y negras como un domingo por la tarde. María camina como si la ciudad se le quedara pequeña, con una seguridad sobreactuada y la discreción de quien, en vez de andar, ensordeciera los tímpanos y cegara las miradas. No sonríe nunca del todo, dice que no tiene motivos, pero yo sé que le da vergüenza, sonreír es desnudarse y, cuando lo hace, arquea las cejas y arruga la frente como si fuera una niña y la vida fuera un juego en el que todos estuviéramos escondidos. 

Me manda fotos consecutivas desde lugares imposibles, ahora en San Pablo, como un Habsburgo al que miran los turistas y cinco minutos después en el Campo Grande, donde hasta los pavos reales giran el cuello a su paso. No sé cómo camina así, yo creo que ha aprendido a volar. Mientras pienso en cómo ha podido hacerlo, ya está tomando café en Ruiz Hernández y entonces se desvanece, como la niebla de diciembre, para aparecer de nuevo en el río, como una sirena castellana y seca. Creo que huye de algo, puede que de ella misma. Lo que aún no sabe es que la ansiedad es la mejor compañera de viaje y se mete en la maleta en ese lugar del que nadie se acuerda, entre los auriculares y los kleenex. Y entonces se va, pero se queda. O al revés, aún no tengo muy claro si quizá su manera de estar ausente sea solo mirarte de frente, muy cerca. Y ahí, en medio de la seriedad mas fría, María se ríe porque cree que está bizqueando y es el estrabismo interno que surge al observar una realidad decepcionante y borrosa. Y me abraza a distancia, como un coche teledirigido. Y me saluda como al repartidor de Amazon. Y se convierte en piloto de rallies o en cowboy o en aparición mariana, a demanda. Puedes saber con quien vas a encontrarte en función de su manera de llegar, pero para saber con quien vas a acabar el día necesitas una bola de cristal de bohemia que muestre personajes aleatorios.

Ayer cumplió años. Pocos para el dolor que empieza a esconder. Es un dolor hueco, un dolor lejano, el eco de un dolor que no se nota, que no tiene episodios agudos. Quizá, por eso, pase desapercibido entre sus manos suaves. Pero María no está triste, solo hastiada. Ella reza, mira y espera. No tengo claro que sepa aún qué espera en concreto y, por lo tanto, tengo dudas de que, cuando llegue lo que sea que haya de llegar, sepa reconocerlo. En cualquier caso, María ya está en el Mercado del Val, se ha tele transportado de nuevo y no descarto que termine en la Vera Cruz y saliendo después hacia Platerías. No hay mayor renacimiento que el propio cumpleaños.

María parece una virgen sevillana y debería considerar salir bajo palio. Y nosotros, aplaudirla, tirarle pétalos de jazmines, endecasílabos perfectos y medias verónicas ajustadísimas. A veces coge un niño en brazos y yo pido que venga alguien y lo pinte. Y entonces, cuando dices esto, María te mira y sonríe, como si la felicidad fuera aún posible. Le da vergüenza que le digas cosas bonitas porque cree que no las merece, como pasa siempre que lo mereces de sobra. Y por eso hay que escribirlo. Yo creo que la alfombra roja no es necesaria. Lo mejor de María es que, al caminar, llena las calles de alma. Y, cuando eso sucede, la alfombra roja es un espejismo redundante.

(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 26 de agosto de 2021. Disponible haciendo clic aquí).

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