
Molpeceres es una aldea situada muy lejos de ninguna parte y ahí reside su atractivo: la ausencia de gente suele implicar ausencia de gilipollas. Eso a no ser que el gilipollas seas tú, claro, en cuyo caso lo tienes más difícil. Pero no imposible. Administrativamente, depende de Torre de Peñafiel, que es como depender de la nada, porque si Molpeceres tiene cero habitantes, Torre cuenta con la friolera de cuarenta vecinos. Y luego Peñafiel, claro, que es la metrópoli de la zona, aunque tenga menos habitantes que el fondo norte de un campo mediano de segunda división.
En Torre de Peñafiel no he estado, pero en Molpeceres sí. He visto un exilio al Macondo castellano, a la Comala interior, al silencio abrupto y descarnado de la España vacía, pero la vacía de verdad, no esa pijada de la que hablan en Madrid como si fuéramos un exotismo a medio camino entre un zoo y los extras de una película de la Edad Media. Molpeceres es una cueva excavada en una cueva, una especie de ‘escape room’ inverso, sin nada de lo que escapar más que de ti mismo. Y algunos días, ni eso. O corro demasiado o demasiado poco.
Me invitó Armando Zerolo, que es la única persona que, además de ser mi amigo, resulta una buena influencia. Ahora que lo pienso, como me pase por allí un par de veces más es probable que lo de la buena influencia haya que revisarlo, porque a la segunda botella de Alión empecé a darme cuenta de que si cuando estás sentado en la mesa no encuentras la mala influencia, lo más probable es que seas tú. Y allí estuve como el Garfield malo -el bueno era Garabito-, viéndolos nadar en el cercano Duratón mientras asábamos torreznos y admiraba la belleza extraordinaria de las familias felices. Al contrario que Tolstoi, creo que todas las familias infelices se parecen, pero las felices lo son cada una a su manera. Un caos, vaya. Solo así podría sentirme realmente como en casa.
Armando me hace pensar, me hace dudar de mí mismo y, sobre todo, me empuja a ser realmente independiente en lo intelectual, algo que jamás podré perdonarle, porque estar solo es estar loco y una locura deja de serlo cuando se hace colectiva. No tardando, el sentido común y la decencia serán un síntoma más de psicosis, me temo, porque la independencia no se comprende y te convierte en un blanco fácil, en el traidor holístico, en la oveja negra dentro de un rebaño de lobos. Las ovejas negras también hacemos rebaños, aunque heterodoxos. En cualquier caso, mejor rebaño de lobos que de bobos.
Estuve en Molpeceres, que podría ser nuestro establo, con sus amigos, su madre, su mujer y sus cinco hijos. Vi la magia de unas cuantas familias reconstruyendo Castilla como quien reconstruye la amistad. Y las bodegas subterráneas y un lagar hundido y los campos que un día defendieran a La Beltraneja. Ya es septiembre y han regresado a Madrid. Pero los hijos de Castilla siempre vuelven y esos niños están creciendo con el compromiso que solo dan las infancias felices y las pupilas amadas por las tardes lentas de la Ribera. Con unos cuantos como ellos, nuestra tierra aún tiene remedio. Y del vino ya me encargo yo.
(Esta columna se publico originalmente en El Norte de Castilla el 2 de septiembre de 2021. Disponible haciendo clic aquí).