Puigdemont afirma que «España no pierde nunca una oportunidad de hacer el ridículo». Esto lo dice un prófugo, un desertor, un fugitivo que si no está aún en el talego es porque ha huido como una rata a ese agujero belga en el que se infla de mejillones y bilis. Esto lo dice un tipo con pinta a la vez de espantapájaros y de león cobarde cuyos delirios han llevado a su gente a la cárcel y a su pueblo a la miseria moral y económica mientras él se monda los dientes después de cenar. Esto lo dice un traidor, un pobre bobo de baba, un mesías con aspecto de sexador de pollos, un perturbado que afirma estar por encima de la ley, una inteligencia discretísima, un perdedor con guitarrita, un paleto que se cree diferente. A ver, diferente es, claro, como es diferente la mujer barbuda. En eso se ha convertido, en un ‘freak’ más: el increíble hombre cuyas ideas huelen a pies. 

Eso del ridículo español lo dice una persona que ha llevado a Cataluña al escarnio internacional, a las más altas cotas de vergüenza ajena, al bochorno diario, a la humillación constante, a la decadencia, a este teatrillo de frenopático y centro cívico, al aliento a fuet de sus declaraciones, a las manos que tapan ojos para que no miren los niños. «El món ens mira», sí. El mundo entero sin excepción está pendiente de ti Carles y arquea las cejas ante la curiosa forma de interpretar el concepto del ridículo de quien opina que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña no aplica para él, que los niños de Vic tienen más derechos que los de Cuéllar y que los jubilados de Lérida poseen hechos diferenciales frente a mis padres en Castilla.

¿Quién se creerá que es? Hacer el ridículo, dice. ¿Acaso no sabe que, cuando acaba la fiesta, el bufón resultaba solo un borracho? ¿Acaso le parece ridículo haber sido capaces de llevar nuestra lengua, cultura y visión del hombre hasta el último punto del planeta? ¿Habrá oído hablar de Flandes, Lepanto, América, Filipinas, Italia, San Quintín, las Navas de Tolosa, Simancas, Trafalgar y de todas y cada una de las batallas ganadas y perdidas que viven de modo latente también en su sangre? ¿Habrá oído hablar de Velázquez, de Goya, de Lorca, de Cervantes, de Ribera o de Picasso? ¿Sabrá quien es Unamuno, Juan Ramón, Séneca, Quevedo, Lope, Calderón, Albéniz, Dalí, Juan de Austria o Ramón y Cajal? ¿Qué opinará de Gallo, de Belmonte, de Gaudí, Falla, Machado, Miguel Hernández, Teresa de Jesús, Isabel I o de Iñigo de Loyola? ¿Qué pensará de mis abuelos? ¿Y de los suyos?

Porque esa ridícula España son también tus abuelos, bisabuelos y todos los ancestros que la han defendido en Cuba, en Manila, en el Sahara, en Flandes y en Turquía para que tú hoy puedas decir chorradas contra tu sangre, Carles. Y para que puedas considerar ridículo nuestro país, nuestra bandera y nuestro himno. Es una pena, pero alguien tiene que decírtelo: no odias España. En el fondo quizá te odias a ti mismo. Y siento decir que te comprendo perfectamente.

(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 27 de septiembre de 2021. Disponible haciendo clic aquí).

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