El pueblo español puede soportar sin rechistar un confinamiento, una suspensión ilegal de sus derechos fundamentales, unas cifras de paro propias de país subdesarrollado, que el gobierno pacte con terroristas que mataban a sus propios compañeros, que indulte a golpistas porque le conviene personalmente a un ala pívot, que caiga un meteorito, que nos invadan los franceses o incluso los alienígenas. Pero, aún así, tiene un límite. Y ese límite es una situación de desabastecimiento de alcohol, por supuesto, que es la única que ha sido capaz de activar todas las alarmas. 

Pese a lo difícil que esto puede resultar de entender para uno de esos puritanos que interpretan el mundo detrás de su visillo, el alcohol en España no es lo mismo que el alcohol en Nueva Inglaterra. Aquí no es un mero compuesto químico orgánico alifático con un grupo funcional hidroxilo. La cosa, en esta ibérica desdicha, no va de fórmulas químicas ni de pesos moleculares. El alcohol es lo que haces con él y las cualidades organolépticas no se beben. Tampoco se beben las consecuencias, no somos reverendos metodistas ni esos hinchas del Aston Villa que quieren olvidar que, de nuevo, mañana toca currar y que hay cambiar los colores de guerra por el gris nuestro de cada día. Los españoles, en esto, somos diferentes: consumimos momentos, celebramos cosas, nos relacionamos frente a una botella de vino, conversamos, alternamos, socializamos, brindamos por los que llegan y recordamos a los que se van. El alcohol está ahí, pero es lo de menos. Y, por eso, forma parte de nuestra cultura y no solo de nuestro ocio, está integrado en nuestra vida y no adosado a ella, como la grasa del jamón ibérico. La falta de alcohol, sobre todo en algunas de sus formas, incide en la cultura y, por eso, si la crisis llega al vino, podremos ver a legiones de jubilados perdidos, moviéndose con ese ritmo errático de los vencejos cuando ya no quedan enamorados que los miren.

En España nos encontramos en una situación preocupante. Y bastante. En diversas zonas ya es imposible, desde hace días, adquirir botellas de algunas de las marcas líderes de destilados, ya saben, fundamentalmente aquellas que se fabrican en el Reino Unido o cuya distribución pasa por allí. Puede parecer poca cosa, pero no debemos olvidar que la mayoría de las rutas comerciales marítimas pasan por Gran Bretaña, sobre todo las que llegan de Estados Unidos o de Asia. Es un enclave estratégico para el comercio internacional y la situación de caos que allí se vive tras el Brexit promete ser una bomba que, en un mundo conectado, no les explotará en las manos solamente a ellos, sino que, como vemos, va a salpicarnos a todos. Sumen a esto la crisis del comercio marítimo desde que el ‘Ever Given’ encallara en Suez, un atasco monumental en las aduanas y una crisis internacional de transportes que se deriva no solo de lo anterior sino del incremento del coste del gasóleo y de la falta de trabajadores en un sector poco atractivo.

La cosa no acaba ahí. El incremento desorbitado de la factura de la luz pone en grave riesgo la producción en muchos sectores. Simplemente no se puede producir con esos costes, porque el precio a pagar y, por lo tanto, a repercutir al cliente hace que sea imposible competir, nadie podría permitirse ciertos productos y ni siquiera las empresas podrían manufacturarlos al iniciar una espiral de pérdidas que pone en riesgo su propia supervivencia. Además, añadan una crisis global de materias primas y entenderán que simplemente, en algunos mercados, no hay ni suficientes recursos para fabricar, ni posibilidad de adquirirlos. Pero es que, si hubiera posibilidad, tampoco se podría hacer frente a su precio y, en último caso, tampoco podría transportarse. Como dice Bosco Torremocha, de la Federacion Española de Bebidas Espirituosas, «hay un colapso en el trafico marítimo, con contenedores varados en Estados Unidos, en Asia o en China. Al no liberar las mercancías que llevan, no pueden seguir. Esto no es nuevo y lleva pasando un tiempo, con especial incidencia durante los últimos seis meses. Pero desde luego es un problema añadido a los cientos de problemas post-covid».

La pesadilla no termina con lo anterior. Este escenario se ve agravado por una guerra geoestratégica de todos contra todos, con una lucha general de las grandes potencias por el abastecimiento y por proveer a sus ciudadanos de los recursos a través del control de las rutas comerciales, de la independencia energética, de la titularidad del mercado de materias primas y del proteccionismo de sus propias industrias. China y Estados Unidos, fundamentalmente, ya saben. Luego Rusia, siempre en el medio de todos los conflictos, la lucha por el control del sudeste asiático y la irrelevancia total de la Unión Europea, que sigue a sus cosas de nuevos ricos, legislando para un mundo que no existe, sin tener la menor idea de por dónde les vienen las bofetadas y cual va a ser la postura común que deben iniciar para defender sus intereses en esta crisis, que no ha hecho más que comenzar. 

Suma y sigue: a todo lo anterior debemos añadir una situación de partida de desabastecimiento debido a los confinamientos por la pandemia, a los parones de las fábricas y a las restricciones para trabajar. Es decir, no partimos de una situación normal, ni siquiera de cero, sino que partimos de cifras negativas. El confinamiento es una medida extrema que tiene consecuencias, por supuesto. Y las estamos viendo. No se puede poner el mundo en pausa y pretender que aquí no ha pasado nada. Se ha producido menos porque los restaurantes estaban cerrados, los trabajadores estaban en sus casas y los consumidores dedicaban las tardes de los sábados a llamar por zoom a sus amigos del pueblo. En muchos casos, la industria de los espirituosos ha orientado sus fábricas a producir geles hidroalcohólicos para uso sanitario. Y para más ‘inri’, no estamos en un momento tranquilo del año ni en un valle de consumo, sino en un pico de demanda histórico debido a que la sociedad quiere comprar, quiere salir, quiere beber, quiere celebrar, quiere gastar y lo hace a niveles nunca vistos. Y viene lo peor: ya es Navidad en el mundo libre y, por ello, el ritmo de consumo y de pedidos se acelera sobre un mercado ya hiper acelerado. Es decir: demanda disparada como nunca y oferta limitada como jamás.

Como ven, no es un asunto exclusivo de los espirituosos. El vino se mete de lleno en la crisis, no por ausencia de uvas, de barricas o de tiempo para que entre una cosa y otra obren el milagro, sino porque no hay vidrio, ni corchos, ni tapones, ni cartón para las cajas ni aluminio para las cápsulas. Crisis sobre crisis sobre crisis. Lo mismo pasa con el trigo. ASAJA Ciudad Real ya teme que haya una situación de «extremo desabastecimiento de cereal en los próximos meses» y, en concreto, «prevé un colapso de mercado si no se importan de forma urgente entre 10 y 12 millones de toneladas de cereal, de aquí al mes de mayo». Manda narices. España vacía de trigo y Castilla vacía de gente.

Hay muchos factores en juego en esta situación, algunos de los cuales pueden ser coyunturales, incluso solventables en dos o tres semanas, según indica tanto el propio Bosco Torremocha como Enrique Armendáriz, del Club de Exportadores e Inversores. Pero otros factores no lo son. 

Es decir, tenemos malas cartas y en la mesa, delante del tapete, tenemos al peor jugador posible y una absoluta irrelevancia internacional. El gobierno español debería estar obsesionado, y además de modo radical, en crear un paquete de medidas dirigido a incentivar la recuperación, a ayudar a las empresas, a apuntalar un marco regulatorio estable, una bajada de impuestos o, al menos, una estabilidad fiscal, una seguridad jurídica, incentivos a la producción, a la contratación, al consumo, grandes acuerdos con Europa y no solo en temas de energía sino en asuntos de transporte, de espacios comerciales, de aduanas y de abastecimiento. Pero, en su lugar, tenemos al frente a un gobierno trabajando en sentido contrario, es decir, en cargarse una reforma laboral que dificultará la contratación, en subir impuestos a autónomos y empresas, en incrementar una inflación disparada indexando las pensiones al IPC, en una desincentivación del consumo de carne, de alcohol o de las bebidas azucaradas necesarias para sus combinados, en una cruzada contra la hostelería, en una obsesión delirante por medidas supersticiosas y alejadas de la racionalidad como la obligación de mascarillas en interiores, mientras se encastillan en asuntos intestinos y guerras internas de poder.

El sector insiste en que la situación no es crítica, que hay problemas y algunos de ellos serios, pero que escampará y que no llegará la sangre al río. Pero, tras hablar con ellos, uno se queda con la sensación de que ni siquiera ellos pueden ser totalmente conscientes del alcance potencial de la crisis, de las ratios clave, de los índices precisos y que en los vaticinios que trasladan hay, en ocasiones, más voluntarismo que proyecciones fiables. Y lo peor: al escribir este texto, no puedo evitar tener la sensación de que estamos describiendo los antecedentes de algo, que no sé qué es, pero que se está gestando delante de nuestras narices, que nos va a llevar a un escenario de extrema complejidad donde están en riesgo los pilares mismo de la democracia. El marketing, la competencia y el mercado se basan en la existencia de una situación en la que hay más oferta que demanda. Pero si volvemos a una situación post bélica de desabastecimiento en todos los sectores, el capitalismo se desmorona. Y tras él la libertad. Cuando la gente no puede comer tiende a ponerse nerviosa y antes de morirse de hambre, acepta lo que sea. Y me temo que los gobiernos serán capaces de ese ‘lo que sea’, incluso de suspender nuestros derechos, como hemos visto en la pandemia. 

Sobre todo, porque parte de la sociedad es capaz de entregar su libertad y sus derechos si a cambio recibe una cartilla de racionamiento que les garantice comida y un Seagram’s con tónica los domingos. Deseo que todo se quede en nada, pero uno no puede evitar pensar que, los límites de derecha e izquierda están desdibujados y que los criticaban a Trump por ese proteccionismo sobre sus industrias y trabajadores, verán no tardando como el summum del progreso a aquellos que apuesten por la energía barata, la reindustrialización de España, la defensa de nuestras fábricas y por poder tomarse un vino en la tranquilidad que da saberse autosuficiente en todos los ámbitos.

(Este ‘Enfoque’ se publicó en ABC el 6 de noviembre de 2021. Disponible haciendo clic aquí).