
Si el objetivo de las revoluciones democráticas era abolir las instituciones, es curioso que estas no triunfaran en los países donde las instituciones eran más fuertes, sino más débiles. «El yugo pareció más insoportable donde en realidad era menos pesado», nos dice Tocqueville. Pablo Casado no es Tocqueville, pero debería leerlo. Que haya o no motivos para una insurrección es irrelevante. Si hay revoluciones es porque tienen posibilidades de éxito: los revolucionarios huelen la debilidad como las pirañas huelen la sangre, como los perros perciben la falta de autoridad y como los niños sin límites se vuelven criaturas odiosas.
Dicho de otra manera, es su ausencia de liderazgo, sus nulas demostraciones de fuerza y su renuncia a la intervención las que están alimentando el desastre. El PP está acostumbrado a liderazgos fuertes, a visiones claras, a propósitos firmes. Pero Casado parece haber dimitido de esas funciones, dejando la responsabilidad en la crisis madrileña a García Egea. Solo que no se puede. Cuando el niño rompe los platos o el perro se come el sofá, la culpa no es del canguro. Ni del niño, ni del perro. La autoridad no se traspasa porque no es un bien ni un derecho ni se endosa al dorso. La autoridad, como el crédito, no te la da nadie: se tiene o no se tiene, y viene de ‘autor’ que es el que crea algo. No se puede tener autoridad si se renuncia al acto creador, no se puede delegar tu propia obra. Y además, se pierde si no se ejerce, da igual Miguel Ángel Buonarroti que Rodríguez, da igual Isabel la Católica que Ayuso y da igual todo, porque si no es esta ocasión, será en la siguiente, con mayor o menor grado de deslealtad, con motivos o sin ellos. Solo importa la ausencia de firmeza, el agujero de seguridad, el olor del miedo.
A los votantes del PP de España no les importa nada lo que sucede en el PP de Madrid. Ni si quiera a los votantes madrileños les importan esos culebrones como de folklórica. Lo que sí que importa, en Pinto y en Camas es detectar debilidad en quien está llamado a ser la alternativa. Los más débiles siempre son los que demandan liderazgos más fuertes, como el perro no quiere liberarse de la correa y solo ladra por un amo justo o el niño, que no quiere cambiar de padres sino un castigo que le haga sentirse a salvo.
Mi padre decía que las órdenes solo funcionan cuando el que las da es idiota, cuando el que las recibe es idiota o cuando son idiotas ambos. Los fuertes y honestos no necesitan órdenes ni yugos, eso es cosa de oportunistas, de débiles, de hombres cansados a los que se les acaba el tiempo. Los partidos están llenos de estos últimos. Al resto nos sorprende, pero los afiliados exigen fuerza y orden, como antes exigían pan y tierra. Por eso, el pero yugo es el menos pesado, porque nunca acabas de aceptarlo del todo. Pero la culpa no es de los bueyes, sino del que no trata a los bueyes como bueyes. Hasta ellos creen, con Tocqueville, que el yugo de la debilidad es insoportable.
(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 8 de noviembre de 2021. Disponible haciendo clic aquí).