
No sé cuándo ha sucedido, ni siquiera sé si ha sido un momento concreto o más bien un proceso leve, gradual e imperceptible, como la lluvia que me dejó ayer calado hasta los huesos y con la cara de tonto del que no quería creerse que aquel cielo negro iba en serio, que no era un presagio, ni una metáfora, ni a la vida le habían puesto de repente una banda sonora de Ludovico Einaudi. Digo que no tengo ni idea de qué ha pasado para que nos hayamos convertido en un país tan vulgar, tan mediocre, tan de película americana. Tan falto de referencias, de provocación y de valentía, con la lengua atrofiada por la ginebra rosa y los succionadores de clítoris, con esa dulzura química en los ojos y las caras como las que ponen los niños que no entienden lo que el profesor les está contando y sacan su media sonrisa como un callejón de labios aterrados, esa media sonrisa darwinista y técnica que pide empatía a las neuronas espejo, como una bandera blanca, como un pañuelo verde.
No hay escena, no hay lecturas, no hay noche y todas las campanas doblan por ti. Especialmente la de Gauss, con ese calorcillo lanar que trae a la clase media. Y la música de tienda de Inditex y el perrito neurótico y la barbacoa en primavera. Y el fin de semana viendo series en una tele extraordinariamente grande. No hay en el mundo mayor vulgaridad que las teles extraordinariamente grandes, las patillas extraordinariamente finas, las estanterías extraordinariamente vacías, el corazón extraordinariamente sordo, temblando, oliendo los perfumes de las mujeres que se fueron en cuerpos de decoradoras de interiores. Y los hombres obsesionados con impresionar a ese tipo de mujeres. Nunca entenderán que no se puede, que es imposible, que una mujer decoradora de interiores es insaciable y solo quiere impresionar a otras mujeres decoradoras de interiores en los espejos deformados de su belleza.
Se nos ha quedado un país de padres jugadores de videojuegos, de vapeadores de marihuana, de vejestorios con ‘foulard’ verde pistacho. Un país de gastrobares pretenciosos, de frases feministas en el suelo y de viajes a Turquía. De camareras sin alma, de tatuadores de nalgas y de depiladoras de ingles. Un país que habla como si la muerte fuera una curva y no se la esperaran, como si fuera una anécdota, una posibilidad entre muchas, algo que no se habían llegado a plantear. Hasta ahora. Acaso no saben que solo hay segundos que se suceden y que ya hemos partido. Que la vida es esto, que el tiempo se acaba y que la muerte ya estaba ahí antes, por mucho que finjamos que no nos habíamos enterado y llevemos a los viejos a morir en residencias y a los animales a morir en bandejitas. Y las luces horteras en Vigo y las bandas tributo y el monitor de zumba. Y las franquicias en el centro y las escapadas de puente y los lenguajes de programación. Y esta extraña sensación de que el arte se fue de casa una noche a por tabaco. Que nos abandonó sin hacer ruido. Y que ni siquiera nos hemos enterado.
(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 27 de diciembre de 2021. Disponible haciendo clic aquí).