Esto empieza a parecerse a una fe. Los códigos de la pandemia y de las restricciones ya no operan en el terreno de la lógica sino en el de lo simbólico. Y por ello ni es algo racional ni se puede resolver desde lo racional. Da igual que se haya demostrado la inutilidad de mascarilla en exteriores. Esto sobrepasa los límites de lo científico para entrar en el terreno de lo político. Y, por lo tanto, de lo estético. Veremos pronto que negarse a llevar mascarilla en la calle será un acto de fascismo. Aunque eso solo en Madrid, en el resto de autonomías el PP se agarra a la superstición de las restricciones homeopáticas porque creen que, siendo duros, se acercan a lo que sus votantes demandan. Y lo peor es que tienen razón, hay una parte de la población que cree que sufrir protege, que la tristeza cura y que ponerse una mascarilla en una calle solitaria, de algún modo, implica un compromiso activo, una lucha del hombre contra el ‘fatum’, el Vía Crucis de un dios menor.

Pues vale. Estamos aceptando ir con mascarilla por la calle y quitárnosla al entrar al bar como quien besa una estampita. Estamos entregándonos a unos expertos que no existen solo porque preferimos mantener una fe irracional en unas medidas que no funcionan antes que tener la valentía de contar a los ciudadanos que no se puede luchar contra una ola, que solo podemos confiar en nuestra inmunidad, bien sea vía natural, vía vacuna o mezcla de ambas. Y que casi todo lo que hagamos más allá es inútil, un gesto magufo, a medio camino entre la superchería y los hechiceros de la tribu. Es sencillamente estúpido y yo no soporto que me traten así. Llevar mascarilla en exteriores tiene el mismo efecto que rezar tres padrenuestros a la pata coja. Y lo peor es que muchos lo harían si se lo ordenan.

El tema es ya tabú. Hablar del virus en una reunión de amigos es tan de mal gusto como hacerlo de política o de religión, porque cada español lo ve a su manera y no hay dos modos de proceder iguales. Todos tenemos nuestra propia convicción interna, un relato que mezcla conocimiento, experiencia, información, rumores y corazonadas. Prueba de que no nos basamos en hechos objetivos sino en opiniones. Por supuesto, hay que respetar las creencias de la gente y sus miedos y yo no voy a llevarme un disgusto por esto, como cuando tienes un amigo que no come carne. Lo aceptas y no intentas convencerle. Al fin y al cabo, también hay gente que cree en el horóscopo o, mucho peor, en el socialismo. 

Pero lo que no se puede respetar es que el TSJ de Cataluña prevarique, se pase al Constitucional por el forro y permita limitar y suspender derechos fundamentales solo porque un político lo pide sin ninguna base legal ni científica. Si nadie lo para, esto va a terminar mal. Estamos llegando a puntos muy peligrosos y lo que está en juego no es solo la salud mental de la gente. Prepárense para un invierno de altercados. Lo que está en juego hoy es la democracia liberal. Ni más ni menos.

(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 24 de diciembre de 2021. Disponible haciendo clic aquí).

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