
Acertó Marx cuando dijo que el capitalismo llevaba dentro de sí el germen que destruiría a la burguesía, la clase social que lo había creado. Lo que jamás supuso es que quien lo acabaría destruyendo no sería el comunismo sino el propio capitalismo, hundiendo progresivamente a las clases medias en la misma existencia precaria en la que vivía ese proletariado del XIX al que vinieron salvar.
Tampoco pudo suponer Marx que el capitalismo acabaría con el proletariado, pero no por la vía de la revolución, sino a través del calorcillo del ascensor social. Es decir, haciéndolos creer que son otra cosa, esa clase media que el siglo XX creó y el XXI está destruyendo. O dicho de otro modo: la
burguesía y el proletariado han desaparecido, dando lugar a un nuevo engendro, ese híbrido de pobres-acomodados o de pijos-pobres, que vienen a ser lo mismo: una nueva clase de jóvenes viejos que pasan de los treinta, que no tienen hijos porque no podrían ni soñar con mandar a los cuatro de Erasmus, que viven de alquiler o con una hipoteca que los esclaviza en un lugar horrible a media hora del centro, que han renunciado al objetivo de la creación de un patrimonio y que se consideran a sí mismos élite por el hecho de tener iPhone, Netflix y pedir un Glovo los domingos de resaca.
Pero una clase social no es eso. El concepto de ‘clase’ nunca se ha limitado a los ingresos de la unidad familiar, sino que es una amalgama que junta lo económico, lo cultural, lo tecnológico y lo aspiracional. Así, siempre ha habido ricos de clase social baja. Y también su némesis: personas de clase alta con problemas económicos. Pero lo que nunca nos habíamos encontrado es a gente que se considera élite por el hecho de vivir en Madrid y decir mucho la palabra ‘libertad’, ver ‘Cachitos de hierro y cromo’ en Nochevieja, entender las gilipolleces de sus guionistas y tuitearlas en una borrachera de tests de antígenos. La élite es otra cosa y está en los museos, aprendiendo, reflexionando, leyendo libros, aprendiendo de Cervantes, de Duchamp o de Vila-Matas mientras defienden un ‘statu quo’ social y económico que les beneficia. Eso es un conservador en los términos más estrictos. Solo quiere conservar algo al que le ha ido bien con ello, el que ha salido beneficiado, el que ha entendido el sistema. Un conservador es eso, no un tipo que dice chorradas de la guerra cultural.
Por eso no se entiende esta derecha revolucionaria a la que no le vale nada, que quiere cambiar la Constitución, el modelo de Estado y que se siente la clase perdedora, como un marxista. No deja de ser curioso sentirse a la vez élite y perdedor. Quizá haya que aceptar que el concepto de derecha está pervertido porque está pervertido el concepto de élite. Gran parte de la derecha actual son los perdedores culturales y vienen a confirmar que solo hay algo más obsesionado con el dinero que un rico: un pobre sin lecturas. Y que no hay nadie tan obsesionado con ser considerado élite como la masa ‘mainstream’.
(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 3 de enero de 2022. Disponible haciendo clic aquí).