
Todos los que desprecian el ‘columnismo literario’ tienen algo en común: no saben escribir. Intentar separar el fondo de la forma no solo es imposible, sino que, además, resulta ridículo. Hablan como si una cosa estuviera supeditada a la otra, como si fueran aspectos incompatibles, realidades diferentes; como si al pegar un trincherazo de antología no estuviéramos, por encima de todo, sometiendo al toro; como si fuera posible un fondo más profundo que un silencio a tiempo o una forma más bella que la pureza de la naturalidad, es decir, de la propia esencia haciéndose presente en este invierno, a pesar de la bruma, a pesar de la escarcha.
Frente a lo que muchos piensan, el estilo no es retórica ni tampoco adorno: es la manera en la que un escritor experimenta la realidad, es decir, la realidad misma. La forma no es un recurso para decir lo que se quiere decir, sino que ya es lo que se quiere decir, porque muchas veces se trata solo de eso, de trasladar un punto de vista, un ambiente, una sensación. No importa tanto la columna como lo que se interpone entre la columna y el lector, ese diálogo interior que surge al mirar algo e invocar a tus referencias. Eso es lo que se busca. Y por eso el estilo es ya un mensaje. Sobre todo, no es una opción: el que tiene voluntad de estilo no la tiene como una alternativa entre otras muchas, no es algo instrumental, porque no se trata de cómo escribes, sino de quién eres. La columna es la continuación de tu propio ser, de tu manera de entender la vida. Y eso no se elige, no se elige la mirada, no se elige el dolor, no se elige el nombre de una madre.
Si al escribir un texto intentas despojarlo de estilo para intentar primar el fondo, lo más probable es que en tu realidad no haya ni de lo uno ni de lo otro. Porque no hay mayor fondo que la belleza ni mejor forma que la de una buena idea. Despreciar el estilo, cuando no se tiene, es como cuando yo desprecio la humedad de los veranos en Saint Tropez. Peor aún: sobreactuar con el fondo, despreciando la forma, es ponerse los manguitos para no ahogarse. Se trata de unir lo que ya está unido, de decir lo que quieras decir y de la única manera en la que puedes decirlo, es decir, desde la terrible honestidad de ser uno mismo. El resto sí que es artificio. Despojar de estilo a un texto, pudiendo hacerlo fluir de modo natural, es el mayor falseamiento posible, la mayor afectación.
Mi interés por influir no existe. Mi motivación por convencerles de algo es nula. No hay mayor estafa que el columnista propagandista, el que persuade, el que usa su columna para continuar la política por otros medios. Son estafadores al servicio de una idea, de un partido o, peor aún, de una persona. A mi me da igual a quien voten ustedes y por qué. Mi visión no es mejor, no soy ni un intelectual, ni un profeta ni -Dios me libre- un periodista. Pero antes colgaremos la pluma que escribir sin estilo. Y mientras me dejen lo seguiremos haciendo. A pesar de la bruma, a pesar de la escarcha.
(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 7 de enero de 2022. Disponible haciendo clic aquí).