Si a Boris Johnson le pones en la mano derecha una copa de Soberano y en la izquierda una ‘Faria’, se parece a mi tío José María cuando se disfrazó de Chelo García Cortés en aquel carnaval de Ciudad Rodrigo. Aunque ahora que lo pienso, lo auténtico, lo verdaderamente profesional es portar copa y puro en la misma mano, la derecha, dejando así que la izquierda se libere y busque la cintura de la dama como un zahorí en los veranos de la sierra. Y el resto, ese aire cañí que el pasodoble le da a la mediana edad. Uno ve a Boris y mentalmente suena ‘Chiquilla’ y vuelan los tercios de Mahou. Es esa manera de moverse como de

 funcionario en nochevieja, ese modo de girar sobre sí mismo como mi padrino buscando a Dios y a su mujer el día de mi comunión, esas piernas alargándose como el Inspector Gadget y buscando el meridiano de Greenwich en un ‘Enredos’ imaginario, como si Downing Street fuera Guernica y esa canción fuera un aurresku de Aretxabaleta. Ay, Prime Minister, tu nombre me sabe a Rusia, a RDA, a otro Boris, en concreto a Becker, pero con flequillo, a puritano en su día libre, a ‘brexiter’ de veraneo en Denia, a hooligan del Tottenham haciendo tiempo en la gasolinera de Torrelodones.

Ver a Boris bailar es como leer la carta a los reyes magos de Simeone, como un narco meciendo a un recién nacido, como una punkie en la verja de El Rocío. Lo miro e inmediatamente pienso en el cantante de la orquesta Clamores saludando a la ‘Peña Los de Siempre’ cuando el cantante presenta al bajista, que a esas alturas del bolo ya está hasta arriba de ‘eme’. Me recuerda a un plato de oreja, a cuarto y mitad de morcón, a un mercado medieval de esos que apestan a burro y a polvo y que llenan España de jabón contra la psoriasis y de artesanía contracapitalista.

Es ese rubio deslavazado, el surco Camacho que se intuye en sus axilas, el azul Oxford de la camisa y el marino de los pantalones -ojalá que llueva café en Alcampo-, las manos a un lado y a otro, arriba y abajo, como haciendo síncopas con sus pies, unos pies que apuntan a un cielo Windsor, no sé, en realidad no sé qué hace, parece alterar ‘La chica Ye-Ye’ con ‘Tengo un tractor amarillo’. Y todo con una mascarilla asomando del bolso izquierdo. Es todo tan España, tan normal, tan clase media, tan cuñado y tan pipero que me entran unas ganas terribles de unirme a ese baile, comenzar una conga, dirigirla hacia un barril de sangría y torear a un colega con la americana, galleando hasta la barra.

De vez en cuando, Boris se para y alterna el movimiento de los brazos, como los ‘Sacamantecas’, pero luego se arrepiente y se queda quieto para limitarse a aplaudir, no sé a quién, quizá a si mismo, quizá a esa señorita que parece una mezcla entre un Guardia Civil con el gusiluz y Luke Skywalker en un suelo ajedrezado. Y todo con una barriga conservadora que tiembla al ritmo del bajo distorsionado, atufando al personal de una gravedad no solo sonora. Boris sigue con el baile, parece Poti Poti lanzando rayos anglicanos y guiando al pueblo hacia un dos por cuatro que lo cambie todo, haciendo el robot. Solo le faltaba apretarse medio cachi de calimocho del tirón y tirarse la otra mitad por encima antes de meter el morro a la primera que pase, jugándose el bocado a rojo o negro. Luego levanta la lata de cerveza, el orgullo de clase, sin clase, el té de las cinco, pero cambiando el pepino por un bocata de mortadela. En ocasiones está como poseído por Juanito Navarro y solo le falta estampita de la virgen del pueblo dentro de la ‘Union Jack’. Y uno piensa que, cuando llegue a casa, se cenará una salchicha fría que sobró de ayer. Pero ya no estará. Porque la conga, como la vida y como el buffet, sigue. Y pensará que la tradición, seguramente, solo era esto.

(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 17 de enero de 2022. Disponible haciendo clic aquí)

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