
Todos los enfermos son el mismo niño aterrado y solo. Todos tienen frío, un frío lleno de adjetivos sucios, como la luz reflejada en un charco. Es un frío de pánico, de sala de espera y de miseria contenida. Cierro los ojos congelado e intento recoger fuerzas y valor para sacar la mano de la manta, llevarla hasta la mesilla y coger el termómetro. Mi gata me mira con lástima y me huele, como intentando descifrar de dónde viene tanto castañeo de dientes y tanta adrenalina para nada. Estiro la mano intentando controlar la tiritona y solo puedo pensar en mi madre sentada en el borde de mi cama, en el filo de mi corazón, tocándome la frente, mirándome y limitándose a existir en paralelo. Yo no pido más que eso, poder abandonarme a la fiebre sabiendo que al otro lado del delirio hay alguien que sabe cuándo he de volver y no esta soledad de orfanato. Ella me obligaba a ducharme cada mañana para bajar la fiebre y cuándo volvía a la cama había cambiado las sábanas y la habitación olía a colonia para que me sintiera mejor. Y mis mañanas eran la luz que entraba por la ventana y un cómic. Y de fondo, una cocina con la radio puesta y el pitido de una olla proustiana.
Pero aquí no hay madre ni luz, esta enfermedad te aísla de todo, te ahoga en tu propia soledad. Apago la luz entre temblores, con los labios secos y la cabeza tomada por el delirio. Y solo pienso en los cuerpos en los que habrá estado este virus, qué camino ha recorrido antes de llegar a mí. Hago una trazabilidad perfecta, desde mi cama hasta Wuhan. Y hablo con ellos y, de repente, todos tenemos algo de parientes. Hoy hay algo en mi cuerpo que ha estado antes el suyo, intentando destruirnos a todos por igual. Y pienso en cuántos se habrá cargado por el camino, cuántas habitaciones congeladas, cuanto pánico en soledad. Una multitud me arropa en la fiebre, como si fuera a morir en un cuadro de El Greco.
No hay peor sensación que estar enfermo y solo, sin corazones en el filo, sin respiraciones sincopadas, sin manos en la frente y sin colonias. Hoy no puedo evitar acordarme de todos aquellos a los que hemos obligado a morir solos, no puedo evitar pensar en todos esos señores de Palencia a los que nadie ha echado de menos, todos esos ancianos a los que se ha abandonado a su suerte en residencias y que no han podido ni alcanzar una mano para viajar en su último suspiro. No es un modo de hablar, tuvieron un último suspiro. Solos y aterrados.
No quiero olvidarme de todos los que han muerto en ambulancias, en pasillos de hospitales. No quiero olvidarme de los que han tenido la misma fiebre que yo, pero en la calle, de todos los que han tenido el mismo recuerdo de su madre, pero viviendo entre cartones, sin una cama ni una mesilla a la que no llegar. Y no quiero que nunca se nos olvide que nos prohibieron hasta los funerales, que es el ensañamiento en la soledad del muerto. No quiero olvidarme de todos los que no han podido con este virus que hoy duerme conmigo, de todos los que en su último momento han vuelto a ser niños aterrados, sin una madre a la que volver el recuerdo. Y que han muertos solos, con el mismo cuerpo, el mismo delirio y el mismo frío que hoy tengo yo. Pero con la mala suerte de haber llegado unos meses antes. A solo una mutación de la vida.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 27 de enero de 2021. Disponible haciendo clic aquí).