
Desde hace un tiempo mi Spotify se piensa que soy de Mollerusa. Supongo que todo empezó hace unos años, cuando un amigo me descubrió a Manel, un grupo que canta en catalán y que me encantó. En realidad, no solo eso, he de admitir que me obsesioné un poco, los escuchaba a todas horas porque me daban buen rollo, me ponían contento y era la música perfecta para un viernes al mediodía cuando el sol entra perpendicular por la ventana y va a morir al hielo de un vermú que se eleva altivo junto al periódico porque sabe que, con él, da comienzo todo. Ese es el mejor momento del viernes porque a la sensación de que hay mucho tiempo por delante, se une la ausencia de rutinas del fin de semana, que son peores que las del martes porque no tienen salida.
Por eso, identifico a Manel con alegría, luz y sonrisas. Pero una cosa llevó a la otra y el algoritmo de Spotify comenzó a sugerirme otros grupos catalanes: Antònia Font, Blaumut, Sopa de Cabra. Las oía, me gustaban y las añadía a mis favoritos. Pero la semana siguiente, más: The New Raemon, Sau, Joan Colomo o Pau Vallvé. La cosa es que me parece todo buenísimo, me empieza a gustar esa música en catalán y, claro, la inteligencia artificial, que me conoce mejor que mi madre entiende que esa es la veta buena y me lanza a Quimi Portet a Els Amics De Les Arts o Joan Miquel Oliver. Y yo entro al trapo, los escucho y caigo en su red. Y venga sol y venga fin de semana y venga espíritu mediterráneo. Y después venga lunes de nuevo. Y, con él, la máquina, que me lanza a Pau Riba, a Joan Dausà o a Serrat. Ya sabe que conmigo no hay problema con la inmersión total, va a saco, se radicaliza y me trata como si fuera de la CUP.
La cosa se me ha ido de las manos. Ya no sé si soy yo, la inteligencia artificial, Pegasus o el agente que me habrán asignado del CNI, al que aprovecho a saludar y que, por cierto, tiene que estar flipando, porque ya no es que tenga una lista de canciones en catalán, es que Spotify se piensa que soy de Òmnium Cultural y empiezo a hacer listas de música diferenciando por zonas, poco tiene que ver el estilo del Ampurdán con el del Bajo Llobregat. Me siento hasta más tacaño. Y me han entrado últimamente unas ganas terribles de manifestarme por la primera pijada que se me ocurra. De hecho, si ya con el ‘procés’ nos deberían haber convalidado a todos al menos hasta el nivel A2 de catalám, creo que yo ya puedo andar en un B1 o incluso B2. Y la cosa se expande: estudio a Josep Pla, hago castells para bajar la maleta del armario, doy por cerrada la temporada de calçots por Sant Jordi y cocino la salsa romescu con la misma familiaridad que las sopas de ajo.
No sé cómo acabará, pero si sigo así, me veo cantando ‘El Segadors’. Aunque he entrado en tal bucle que estoy pensando dejarme llevar y pedir una subvención al Institut Ramón Llull, estoy seguro de que tienen prevista una partida para gente como yo. A ver si al menos, en lo que pongo orden, le ganamos dinero a mi hecho diferencial. Oh, cielos.
(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 6 de mayo de 2022. Disponible haciendo clic aquí).