En Valladolid no paseamos Schnauzer blancos ni cachorritos de Labrador como en una vulgar ciudad de Minnesotta. En Valladolid paseamos caballos holandeses enanos. Somos así. Los sacamos para tomar el vermú, como quien baja al contenedor la bolsa de basura orgánica. Y oye, no pasa nada. La gente ni mira. La última vez que lo vimos –allá por junio– iba de la mano de su dueño a comprar lotería en Claudio Moyano y yo lo pude ver en directo. 

Lo mejor de esta historia no es el hecho de ver a un caballo de menos de un metro de altura caminando con total normalidad por una calle con el suelo de colorines, como si acabaran de explotar unos cuantos ‘Teletubbies’. Lo mejor es que la gente se cruzaba con él y lo miraba como si nada, como si estuviera curada de espanto, hubiera perdido ya todo apego a la vida y viviera en una peli de David Lynch. 

La peña seguía impertérrita su camino, con rectitud castellana y ese aire de indiferencia general que siente el vallisoletano medio hacia su propia existencia. Yo creo que algún día un grupo político va a prometer soterrar el río Pisuerga para evitar la ‘guetificación’ de Villa del Prado y la gente dirá que vale, que perfecto, que por ellos como si montan un puerto en la calle Isabel la Católica –hoy ‘Velódromo Óscar Puente’–. Pues eso, que la gente pasaba al lado de un señor haciendo recados con un caballo y es que ni lo miraba. Y los que lo hacían ponían cara de póker, que a uno solo le faltó preguntarle por el libro genealógico del ‘Nederlands Mini Paarden’ y si este era más de la zona de Breda o de Rotterdam.

Antes de ayer sucedió de nuevo. Por la zona de la facultad de Medicina lo vi pasar. Con el ‘tumbao’ que tienen los guapos al galopar. Iba con su dueño a tomar el vermú, según nos dijo –el dueño, no el caballo–, pero vamos, que hablaba como quien dice que va a echar la quiniela con la suegra o a por un paquete a Correos. Tiene 22 años –el caballo, no el dueño– y a veces lo llevan a la guardería de un familiar para que lo vean los niños. Y flipan, claro. Pero como para no flipar. Si cuando yo tenía dos años me traen un caballo al colegio lo mismo hago un rodeo allí mismo o le pongo un peto y a pegar puyazos a mi hermano.

En esta tierra a los holandeses los consideramos herejes y con los protestantes pues hemos tenido nuestras cosillas. Pero es que este no es un caballo holandés cualquiera, este es diferente, no me lo imagino cargando heno y no tiene pinta de ir a una guerra. No creo que quiera conocer la Academia de Caballería ni tenga el menor interés en visitar Farnesio. Es más bien un chateador, tiene cara de estoico y una falta de entusiasmo como de funcionario, con ese spleen del tercer trienio.

El dueño le decía a mi amiga Puri que solo lo sacaba en primavera, cuando hace bueno, pero claro, la pregunta es qué hace el caballo el resto del año. ¿Dónde lo guardan? ¿Tiene el dueño una cuadra en el trastero? ¿Hay un picadero en el salón? ¿Va el bicho por Coca como si fuera Ascot? ¿Llevará la dueña una pamela? No sé, pero conociendo a mi ciudad, como aparezca otro más, montamos unas carreras como las de Sanlúcar. Al fin y al cabo, si a lo de las Moreras lo llamamos playa, a mi pasillo le sobra clase para debutar como hipódromo.

(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 26 de mayo de 2022. Disponible haciendo clic aquí).

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