La integración cultural es el último absolutismo, la sumisión del individuo a la mediocridad, la muerte del alma, la aniquilación de la libertad, el sometimiento al rebaño, la hegemonía del establo. El triunfo de la izquierda, vaya. A ver si queda claro: un ciudadano libre no tiene por qué integrarse. Un ciudadano tiene que cumplir la ley. Basta de monsergas. Creo que es fácil de entender, incluso para las cabecitas más discretas, que son las que predominan hoy a derecha e izquierda. Cópienlo cien veces: «Fuera de la ley, nada. Dentro de la ley, todo». Y ya está. Si un ciudadano se encuentra en situación de legalidad y cumple las normas, exigirle arrodillarse ante la cultura predominante es humillarle, haya nacido en Rabat, en Lagos o en Camas.

Y viceversa. Si no cumple las normas porque no cumplirlas es su costumbre -el caso de los independentistas catalanes-, deberá ser juzgado haya nacido en Tánger, en Chamberí o en Gerona. Es cierto que, en este último caso, al igual que en el caso de aquellas madres cuya costumbre es maltratar a sus hijos, es probable que el PSOE te indulte. Pero ese es otro tema. O quizá no, quizá sea el mismo. Igual da: la masa no tiene razón por el hecho de ser más. Si todo el mundo pegara a su mujer, seguiría siendo una barbaridad. E integrarse, una locura.

Me da igual que la monserga de la integración venga desde la derecha o desde la izquierda: a ambos lados hay enemigos declarados de la libertad, cada uno con sus fobias y todos hablando desde una supuesta superioridad moral que, por supuesto, no han llegado ni siquiera a rozar. Nada resulta tan ordinario como quien habla desde lo moral -qué vulgar- o como guardián de unos supuestos valores -qué coñazo-. En un Estado de derecho, nuestros valores son la ley. No somos salvajes.

Quizá por ello leo con entusiasmo unas declaraciones de Emilio Salazar a Gonzalo Sánchez en ‘El Periódico de España’: «El gitano no tiene que incluirse ni integrarse. Llevamos seiscientos años en España y somos tan ciudadanos como cualquiera». Y yo no puedo más que levantarme y aplaudir. Este discurso es el plenamente liberal y, a la vez, el conservador. Este señor se encuentra en el lugar intelectual correcto y es, quizá sin saberlo, la resistencia de la derecha auténtica frente al colectivismo pesoísta tan arraigado en la derecha populista. Un gitano o un musulmán de Melilla son tan españoles como el que más y no tienen que demostrar nada a nadie para estar en su país como les de la real gana y para vivir como les salga de las narices. Solo se les exige cumplir la ley. Su resistencia al discursito cafre es heroico.

Pero si a estos españoles no les obligamos a integrarse en el modo de vida de un payo católico, ¿por qué hemos de obligar a ello a un inmigrante legal? No existe nada más de izquierdas que la obligación de plegarse a lo estándar. Por eso, frente al absolutismo de los supuestos garantes de la cultura, reivindico el derecho a sacarles el dedo corazón a todos ellos.

(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 3 de junio de 2022. Disponible haciendo clic aquí).

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