La semana pasada caminaba a la altura de la Plaza de las Cortes, en Madrid, cuando recibí la llamada de un número de teléfono que no conocía. Aunque, por lo general, no suelo hacerlo, esta vez lo cogí. Era la Policía Municipal avisándome de que tenían en su poder mi cartera. Me toqué el cuerpo nervioso, autocacheándome como si estuviera ensayando la coreografía de Chanel y era cierto: no la tenía. Perder la cartera justo enfrente del Congreso de los Diputados no deja de tener un aire profético, pero la vida es así, llena de luz, llena de color. 

El policía me dijo que en ese momento se encontraba en la esquina de las calles León y Prado, es decir, justo al lado de donde yo me encontraba. Fui para allá y efectivamente, allí estaba el agente haciendo el parte de un siniestro entre un coche y una moto. Me dijo que alguien la había encontrado y se la entregó. Como dentro tenía tarjetas de visita con mi teléfono, pudo contactarme rápidamente. Es decir, recapitulando, en dos minutos perdí la cartera, un coche se dio un golpe con una moto, lo que hizo que alguien se parara, mirara al suelo, la encontrara, se la diera a un policía que justo estaba allí, el agente encontró la única tarjeta de visita que me quedaba, me llamó, lo cogí aunque no suelo hacerlo y, en una ciudad de cuatro millones de personas, fui a recogerla a un lugar que me pillaba justo a medio minuto caminando.

Y la cartera estaba intacta. No faltaba nada. Mi familia dice que tengo una flor en el culo y el policía me lo confirmaba. Que en una zona tan turística aparezca todo el dinero, la documentación y las tarjetas y, además, de modo instantáneo es un milagro. Le di las gracias y la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido, que diría Sabina. Es cierto que tengo buena suerte, que voy por la vida con confianza, alegría y un aire de felicidad y buenrollismo que a veces es excesivo. 

Pero el jueves pasado la cosa se desmadró. Ya en Valladolid recibí otra llamada de otro número desconocido. Lo cogí y un agente me advertía que tenía mi cartera en la comisaría de Delicias. No puede ser, pensé. Pero efectivamente, en una primera inspección ocular y tras otro arranque de coreografía ‘SloMo’, no encontré ni rastro de la cartera. Le dije que iba a por ella inmediatamente y me dijo que no, que tranquilo, que me lo traían ellos. Así fue. Media hora después, dos agentes como dos armarios empotrados habían encontrado mi cartera en el súper, dieron de nuevo con mi teléfono y domicilio y me traían mi cartera a casa como si fuera una pizza. Y dentro toda la documentación, las tarjetas y 130 euros en efectivo, que no solo es todo lo que tenía que haber, sino que creo que incluso más.

Vale que tengo suerte, vale que la policía es la leche y vale que Dios existe, pero creo que también hay que decir alto y claro que en el mundo no solo es que haya gente buena y honrada sino que, además, es la mayoría, la mayoría silenciosa, gente normal con padres y abuelos decentes que les han enseñado que no hace falta un motivo para hacer lo correcto, que el bien está donde está y que no depende de nada, que hay que actuar como hay que actuar porque sí, sin que nadie te lo mande y a cambio de nada. 

No salen en los periódicos, no pasan la vida como matones en las redes sociales, no dan el cante por las calles, pero están. Y yo, estéis donde estéis y seáis quien seáis, os doy las gracias de corazón por darme motivos para seguir yendo por la vida con este buen rollo asqueroso que me gasto. Pero es que la vida no para de darme motivos. Llámenlo flor en el culo, llámenlo karma o llámenlo probabilidad, que yo prefiero seguir llamándolo Dios.

(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 2 de junio de 2022. Disponible haciendo clic aquí).

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