Tiene poco pelo, muchos años y cara de golfo en retirada, de golfo en la reserva. Aunque es sabido que a un tigre nunca se le borran las rayas, las suyas se han vuelto arrugas, pero bien leídas muestran toda una vida. Las patas de gallo solo son los surcos que deja la alegría, carne hundida por la risa. Viste camisa blanca de manga corta y, por debajo, asoma una camiseta interior del mismo color. Tiene toda la pinta de llamarse Carlos y en la cabeza lleva una gorra de mayoral de Las Ventas, una gorra como de haberlo intentado en Buenos Aires en los 60 pero haberse tenido que volver con alguna excusa tras haber bailado más tongos que tangos. 

Siempre que lo veo está fumando una faria y lo hace con una cara de satisfacción que no sabría explicarles: sostiene el puro con la seguridad del que ha fumado miles, sonríe con toda la cara e inhala cada calada como si fuera la primera. O quizá sea al revés, quizá fume cada puro como si fuera el último. Y puede que lo sea, sabe que le quedan pocos y por ello sonríe a la vida como si hubiera ganado la partida y estuviera dando la vuelta de honor dejando en el mundo un olor a partido de fútbol y a tapete de tute. Mira el puro entre sus dedos y recuerda cosas. Yo no sé cuales y no quiero preguntar por si acaso me las cuenta, pero sé que las recuerda porque sonríe mirando a la nada. 

No es una sonrisa perdida, todo lo contrario: es una sonrisa concreta, tangible, de recuerdo reciente. Lo veo cuando vuelvo del tren y siempre está sentado en el mismo banco de la calle Dos de Mayo. Creo que en realidad está escondido para poder fumar. Puede que salga de casa con alguna excusa, pero que simplemente dedique el tiempo al puro y al recuerdo. No sé si vive en una residencia, si vive con un hijo o si está felizmente casado, pero tengo claro que, en cualquiera de los casos, hay alguien que no le deja fumar. Y en cada calada de Carlos hay un tratado de rebeldía, personalidad e insumisión a las normas de un mundo extraño.

Muy cerca de esa calle, un señor con cara de Alejandro va cada día al bar. Lo hace con dos muletas porque apenas puede andar. Tarda casi veinte minutos en un trayecto que yo haría en tres, pero no deja de hacerlo ningún día. Alejandro se levanta, se pone como un pincel y se planta el sombrero en lo alto. Si Carlos tiene pinta de haber vivido mucho, Alejandro tiene pinta de maestro y de haber dedicado su vida a su mujer, que falta ya desde hace dos años. Va con corbata y chaqueta de punto verde y en sus muletas cabe un siglo que se nos va. Alejandro llega al bar, las camareras le ponen un descafeinado con un cariño exquisito, él paga y se sienta en una mesa a leer la prensa con los ojos casi pegados al papel. Y luego se vuelve a casa, otros veinte minutos de vuelta. Y hasta el día siguiente. No tiene sentido, por supuesto, y él lo sabe, es consciente de que no merece la pena y el esfuerzo es absurdo, pero no tiene otro lugar al que ir, no tiene nada que hacer y el bar es solo la excusa para mantenerse vivo, activo y cuerdo. El día que deje de hacerlo, Alejandro se irá, estoy seguro. El día que se levante y decida que ya no tiene sentido, dejará de tenerlo.

Hay un mundo que se apaga y en mi barrio lo auténtico se desdibuja en los márgenes. Porque ni Carlos sale para fumar ni Alejandro para beber café. Salen para ver a los vivos con los ojos, hartos de ver a muertos con el alma. Intuyen que está loco el que está solo, tanto que me temo que ellos son los cuerdos y el más perdido aquí es el que se inventa sus nombres para no dar la cara. Su luz se apaga. Y de tanto esquivarla nos vamos a quedar ciegos.

(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 16 de junio de 2022. Disponible haciendo clic aquí).

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