Hoy cumple años Lucía. Ya son doce. Durante mucho tiempo tuve la costumbre de escribirle textos preciosos y emotivos por su cumpleaños, pero el tiempo pasa y cada vez tengo menos ganas de provocar grandes emociones en quien me lee. Y sobre todo si quien me lee no es ella, que suele pasar bastante de lo que escribo, y, al final, lo único que consigo es emocionar a mujeres sensibles que me paran por la calle. Y, qué narices, ya ni siquiera tengo esas grandes emociones. Con el tiempo todo se vuelve menos grave, lo cual es bueno para gestionar lo malo, pero malo para disfrutar lo bueno. Es cierto que ya no se sufre tanto, pero, a cambio, tampoco se disfruta lo mismo. Es el ‘spleen’, la anhedonia o, simplemente, la vida pasada por el tamiz de la experiencia, que es como un gotero de Orfidal en la memoria. O al menos eso es lo que me pasa a mí, que alcanzo las mayores cotas de felicidad en silencio con mi gata y mirando como un idiota el calendario del móvil en blanco, inmaculado, sin compromisos, eventos ni entregas. Eso es para mi la felicidad, algo indistinguible de la paz y, por definición, algo muy difícil de encontrar en verano, que con el tiempo se ha convertido en un parque de atracciones para adultos de aspiraciones insustanciales, bermudas imposibles y tribales en la pantorrilla.

Pero, aunque no le escriba por su cumple, el amor sigue intacto. No es que crezca cada día, eso es imposible. Simplemente se transforma, como la energía. Porque también se transforma ella y el amor se adapta a la realidad. Un bebé es solo potencial. Y cuando lo miras proyectas todo el bien que cabe en un ser humano, todos los sueños, todas las mañanas frescas y todas las brisas con olor a Mustela. Una niña de doce es otra cosa, es una realidad. Ya no es potencial, ya no es todo lo que pueda ser: es lo que es. Y sucede que, cuando te adaptas a ella, ya ha cambiado de nuevo. Eso es lo malo de ser padre, que, cuando aprendes, ya no hace falta. Yo sé criar a una niña de un año, de cuatro, de siete y de once. Pero eso ya da igual porque no lo necesito. Ahora necesito saber criar a una niña de doce, y eso es algo que, paradójicamente, solo sabré hacer cuando tenga trece.

En este mismo momento, cualquier otro año, estaría echándola de menos como un desquiciado al que le hubieran arrebatado la vida de las manos. Porque eso es un divorcio con una niña de un año. Los hombres hablan poco de divorcios. Yo también. Y no me arrepiento de callar, hay poco bonito que decir y nada más bello que el silencio cuando aparece cubriéndolo todo, como una capa de invisibilidad élfica. El problema no es la separación de la pareja, eso se acepta fácilmente. El problema es la separación forzosa de tu hija, de tu cría, de un bebé que no entiende nada pero que te necesita. Eso es algo devastador, una situación para la cual ningún mamífero está preparado. Nuestro instinto marca lo que nos marca, que es proteger. Y cuando las leyes de los hombres te impiden proteger, cuando has de aceptar que tu cachorro duerme en otra cueva y con otro león, algo dentro se rompe. Pero ya hace más de diez años de aquello y todo está bien. He criado a una niña con custodia compartida, he disfrutado de cada paso y no me ha hecho falta nadie para cumplir con mi obligación. Y yo les cuento esto porque este fin de semana, si se fijan bien, podrán ver a millones de hijos de padres divorciados cambiar de manos delante de sus narices, como aves migratorias. Verán sus maletas, sus ositos y sus bicicletas pasar de un lado a otro, como una coreografía perfecta de un ballet que ya ha hecho mil veces la misma función. Verán la alegría del padre que se queda y los lagrimales palpitantes del que se va. Sucede a puro sol, a plena calle. Es algo sutil que si no te fijas no se ve. Pero una vez lo comienzas a percibir, no puedes dejar de verlo nunca más. Hoy se parte el verano y el mundo entero dos. Y yo te deseo muchas felicidades, cariño. Disfruta mucho. Y nos vemos en agosto.

(Este texto se publicó originalmente en la sección ‘Contra el verano’ de ABC el 17 de julio de 2022. Disponible haciendo clic aquí)

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