
El viaje de los que se van de Castilla es mucho más largo que un simple viaje en tren a Madrid. Es un trayecto que dura más y que empieza aquí, en este mismo parque en el que los niños juegan a tirarse castañas, mientras sus padres miran el móvil con ansiedad porque sospechan que no tardando se van a ir a la puta calle. El proyecto de salir de esta tierra, de trabajar, de ganarse la vida y de prosperar empieza aquí, hoy, en ese columpio roto y en ese miedo velado, y termina en un viaje en turista que suelen hacer los niños castellanos cuando dejan de ser niños y castellanos.
Y eso si no les han obligado a hacerlo sus padres antes de tiempo, como si fueran Daniel el Mochuelo y les estuvieran extirpando de cuajo las raíces para plantarles cerca de un parque empresarial con boca de metro, como un injerto de una rama de limón en un naranjo, ese viaje que no está incluido de inicio en ningún proyecto de vida ni en ningún código genético, porque ni somos aves migratorias ni esto es un campanario. Y si no, mira, pregúntale tú misma a ese de la capa de Superman, que te diga qué va a ser de mayor, ya verás como te dice que profesor, veterinario o superhéroe, pero seguro que no te dice que lo que pueda y en donde pueda.
Ya verás como a ninguno le han explicado aún que llegará el momento en el que tenga que coger la maleta y salir de su tierra en un viaje que creerá provisional, pero que acabará siendo lo más definitivo de sus vidas. Ya verás como en ninguna de estas vidas incipientes está la llamada interior que le empuja a salir de su entorno para poder comer y vivir. Ya verás como todos se proyectan en el futuro como si fuera una prolongación del presente y quieren ser como sus padres y sus abuelos, como el quiosquero, como el del bar, como su entrenador del alevín b. Porque eso es lo natural, mirar y copiar, aprender a dominar tu entorno desde la experiencia ajena y crecer donde te plantan, que diría Delibes, crecer cerca de esta plaza llena de castaños de Indias y no en un barrio residencial de una ciudad dormitorio, de una ciudad de mierda con musicales a los que no ir y restaurantes libaneses sin hueco para ti. Los niños no quieren irse.
No entienden que no puedan crear una familia allá donde nacieron y que no sea posible trabajar en la tierra que conocen y aman. No es natural decirles que sus abuelos sí pero que ellos no, que cambien de referentes, que olviden ese modo de vida y esos viernes por la tarde y se adapten a lo que toca y sin quejarse, porque ellos son los últimos de una estirpe y Castilla terminará con ellos. Y si se lo dices te preguntarán que por qué, igual que tú me lo preguntas a mí. Y lamento decirte que no tengo respuesta ni conozco el nombre de los culpables. Porque probablemente ni siquiera haya culpables ni tampoco soluciones.
Esto es lo que hay, esta tierra se despuebla como tantas otras, se vacía de niños y se llena de funcionarios que dentro de poco no tendrán a quien servir, y de pensionistas que dentro de poco no tendrán cómo cobrar. Y cuando yo sea mayor y tú seas una mujer madura, y mi pensión sea una limosnilla asistencial, lo justo como para no morirme de hambre, y tengas que vender el pisito de San Andrés para pagar una residencia en San Andrés, y aquí no quede ya nadie, ni siquiera tú ni el recuerdo de nuestra familia, y el progreso sea solo un periódico de Lugo, y te dé por buscar el origen de todo, recuerda que al menos hemos tenido suerte de hacer el viaje un poquito más tarde que el resto, ese mismo viaje que comenzó en una plaza con charcos y castaños en una tarde de otoño como pudiera ser esta misma.
(Esta columna se publicó originalmente el 20 de octubre de 2022. Disponible haciendo clic aquí).