La obra de Nacho Cano ha de ser entendida como un ‘corpus’ que forma un canon coherente, aunque, al mirarla de lejos, pueda parecer que el caos gana al orden y la sombra a la luz. Nada de eso. Nacho Cano es un genio en cuya carrera todo tiene sentido, aunque no se siente a explicárnoslo paso a paso como a niños pequeños. Sobre explicarse es pretencioso, pero, además, es inútil, porque quien lo ha entendido no lo necesita y quien no lo ha entendido tampoco lo va a hacer después de una larga explicación. 

El caso es que Nacho es una persona tocada especialmente por Dios, un artista que utiliza la música como canal de expresión, pero que lo trasciende, porque lo pone al servicio de algo superior. Este fin de semana he estado en Madrid viendo su último proyecto, el musical ‘Malinche’ y creo que, con él, culmina una obra creativa y personal que se basa en unir, en fusionar elementos, en abrazar y en coger los añicos de cosas aparentemente rotas y llevarlas a la unidad original. Primero con su hermano, en Mecano. Luego con las religiones en ‘Un mundo separado por el mismo Dios’. 

Después los sexos en ‘El lado femenino’ y, ahora, las razas y los continentes en ‘Malinche’. Es una constante en Nacho: la obsesión por comprender al otro y unirse a él formando una tercera cosa, una síntesis, aunque sea a costa de diluirse en el camino. No creo que haya una postura vital más honesta, generosa y ontológicamente buena. Y menos en este momento en el que llegar a acuerdos se ve como una derrota, ceder para un bien mayor parece un signo de debilidad y la sociedad vuelve al ‘unga-unga’ del salvajismo primitivo y a la batalla como posición moral, haciendo de los discursos algo muy parecido a un eructo.

Gracias a Dios siempre hay gente por encima de su época, gente fuera del centro de gravedad, esto es, excéntrica. Y en una apuesta marca de la casa que le ha llevado más de diez años, Nacho dirige su mirada ahora a otro lado y logra fusionar cultura con entretenimiento, comedia con drama y música con historia para crear un espectáculo grandioso, una superproducción digna de Broadway o del West End, pero en Madrid. Las coreografías y bailarines, de primer nivel; las canciones, la música y la orquestación, sublimes; el sonido, impresionante; y la escenografía, decorados, vestuario y actores, sin palabras.

Y vengo aquí a recomendársela fervientemente. No por su belleza, no por su grandiosidad, no por la experiencia –holística, integral, omnicomprensiva y transmutadora– que logra ni por la humanidad que transmite. Sino fundamentalmente porque somos españoles de Castilla, porque somos castellanos de Valladolid y ni nosotros ni nuestros hijos conocemos nuestra propia historia. Nacho viene a reivindicarla desde la belleza y la humildad. Viene para recuperar el orgullo de lo que hicimos allá, no contra ellos sino junto a ellos, hasta el punto que ya no hay ellos ni nosotros. 

La conquista de México, según Nacho Cano, termina con el fin de las partes previas –españoles y aztecas– para lograr algo superior: el mestizaje, el encuentro, la hermandad entre mundos y culturas. Y entre religiones. Porque el espectáculo ‘Malinche’ continua con un documental en Netflix con información en este sentido de la que aun no me he recuperado del todo. Está bien conocer la batalla de Covadonga, las Navas de Tolosa o la conquista de Granada.

Pero ese es solo el comienzo. La historia de Castilla sigue en América y allí se hace universal. Y, por eso, creo que no hay nada más relevante hoy para un niño de Castilla que acercarse a ‘Malinche’, conocer su propia historia, sentirse orgulloso de sus valores frente a quienes quieren destrozarnos y levantar el corazón hacia algo no solo hermoso sino, por una vez, plenamente bueno.

(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 3 de noviembre de 2022. Disponible haciendo clic aquí).