
La maestra Rosario Pérez dice que «Morante es el mayor hecho cultural del siglo XXI». Seguramente la periodista Rosario Pérez diría algo más riguroso, como, por ejemplo, que «Morante es uno de los fenómenos más interesantes de la cultura popular española actual», o algo parecido, un pensamiento más cercano al de un funcionario rellenando un impreso que a alguien que siente dentro el arte y se emociona. Por supuesto, me quedo con la maestra, con la artista, con ese geiser que saca la verdad desde lo más hondo y la expulsa como un chorro incontrolable. Porque para explicar el arte primero hay que percibirlo. Es decir, para que se produzca la magia del hecho artístico tiene que existir un artista a ambos lados de la obra: uno que lo emita y otro que lo reciba. Y que, además, compartan frecuencia. Si no es así, el arte pierde la capacidad de asombro compartido y se vuelve un monólogo de dos sordomudos que, además, se dan la espalda.
Morante es arte contemporáneo, aunque él no lo sepa. Aunque su clasicismo beba de otros tiempos, sus códigos son de arte contemporáneo, porque supera lo visual para crear la obra de arte total, la ideal, la que supera la retina, la que va directa al sistema nervioso evitando el córtex y alcanza el arte mayor, el más puro, el que produce belleza mientras se juega la vida, de modo inabarcable, inasible, sin dimensiones. No existe algo tan intenso y tan complejo en todo el mundo, no hay nada más ‘ready made’ que la vida y la muerte y, desde luego, todo esto debería tener una sala en el Reina Sofía. O, al menos, una exposición temporal que ahonde en algo tan profundamente interesante como es un hombre que no torea como es, sino como quiere llegar a ser. Es decir, que no torea él sino su ideal de sí mismo. Morante es, en realidad, la tercera parte del Quijote y no duden que, si este material lo pilla Freud, Lacan o Marcel Duchamp, cerrarían el MoMA solo para él.
Lo del Reina Sofía no es una ‘boutade’. En ese museo se ha expuesto material acerca del 15M, como si aquella basura intelectual –y, sobre todo, moral– fuera arte. Es un error descomunal que abre las puertas a exponer los calzoncillos de los Jordis o las lágrimas de Sánchez en Ucrania. Pero si se trata de llevar lo popular al Museo, nada lo merece más que el Toro. Los críticos de Borja-Villel afirman que ha puesto un museo al servicio de la guerra cultural. Y, desde luego, sus muchos aciertos no deben tapar esta verdad. He disfrutado y aprendido en el Reina, porque no hay nada que abra tantas puertas creativas como el arte contemporáneo. Pero un museo no es lugar para jugar a la guerra cultural. Es más, un museo es la cura contra eso. La cultura y el arte –la inteligencia y la sensibilidad– son lo único que nos salvará de los bajos niveles que son, siempre, la antesala de las malas ideas. Y se trataba de que la influencia del museo –la Cultura– llegara a la calle para evitar la guerra, no de que la basura de la calle –la guerra cultural– llegara al museo. Tomen nota los que vengan.
(Esta columna se publicó originalmente en ABC el 23 de enero de 2023. Disponible haciendo clic aquí).