
Me tiene impactado la imagen de Nuestra Señora del Sagrario que ha presentado la Cofradía Penitencial y Sacramental de la Sagrada Cena. Hay algo en Ella que atrapa, que nos obliga a mirarla embobados intentando descifrar el misterio que acoge. Porque está claro que la Virgen del Sagrario acoge un misterio, un enigma profundo y silencioso que le ayuda a estar erguida pese al dolor que intuye que se le avecina. Es complicadísimo mostrar esa pose de dignidad sin afectación, la presencia alzada de quien sufre sin descomponer la figura. Y esa elegancia de fondo es lo que la hace diferente en la forma: la soledad antes de la soledad. Desde luego, hay que tener mucha clase para huir de barroquismos en la tierra del Barroco y entregarse a la pureza de unas formas de estampa regia, poderosa y e incluso altiva. Supongo que el imaginero, el trianero José Antonio Navarro Arteaga conoce la serenidad que trae consigo la fe. Y sabe que tiene sentido. En Valladolid estamos acostumbrados a temas de Piedad y a Dolorosas, pero la Virgen del Sagrario es otra cosa, un lugar litúrgico complejo que requiere de un esfuerzo intelectual. O, al menos, me lo requiere a mí. Ciertas cosas me cuestan. Y no pasa nada, me confieso un pobrecillo que solo trata de entender.
En cualquier caso, la imagen muestra el momento en el que su hijo parte hacia el cenáculo. Pero no solo a despedirse de sus amigos sino, a la vez, a instaurar el sacramento de la Eucaristía. Es curioso: la Virgen ve cómo su hijo se entrega a la Pasión que le dará muerte mientras se hace vivo de modo eterno en el pan y el vino. Es difícil, es complejo y, desde luego, no seré yo el que explique la relación entre los conceptos de epíclesis, transubstanciación y efusión del Espíritu, porque no me da la cabeza. Y créanme que lo he intentado con todas mis fuerzas. Dejemos hoy la complejidad extrema del acto de la consagración para los teólogos. Nosotros, el pueblo, mejor miramos cómo la Virgen señala su vientre en San Pedro, cómo la mano señala ese ‘hortus conclusus’, ese huerto cerrado que no solo fue el primer pesebre sino, por supuesto, el primer sagrario de la historia. Allí empezó todo. Y ahora, que todo acaba, lo señala con tres dedos, haciendo referencia a la Trinidad, mientras con la otra mano despide, deja ir con placidez. Y mira hacia abajo con un rostro duro, un rostro de mujer que sufre, una mujer castellana que se rompe sin romperse, con la mayor elegancia posible que es, sin duda, saber cual es tu lugar y, además, aceptarlo. La imagen, desde luego, es bella, muy bella y se agradece la valentía de la apuesta por el art-noveau: asimétrico, dinámico, ecléctico. Pero, sobre todo, se agradece la apuesta por renovar, por avanzar, por no quedarse en el siglo XVII, por seguir agrandando la Semana Santa y por la inmensa generosidad de dar a la ciudad un poco más de arte y de Cultura y hacerlo sin focos ni fanfarrias.
Y yo les cuento todo esto porque es, sin duda, lo más importante que ha pasado en la ciudad en las últimas fechas. Porque cuando desde el futuro miren la hemeroteca no entenderían que, a pesar de ver nacer a la Virgen del Sagrario, prefiriéramos hablar de listas electorales y porras delirantes. Y porque los que tenemos la suerte de escribir de lo que nos de la gana, debemos ser cronistas de lo que pasa y no solo de lo que los políticos creen que pasa. La vida sigue y, para acompañarla, solo hace falta mirar la realidad sin pantallas ni notas de prensa. Y si lo que miramos es, además, de tal belleza, ¿quién podría elegir otra cosa?
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 23 de marzo de 2023. Disponible haciendo clic aquí).