bar

Toma un cóctel en la esquina opuesta de la barra y escucha a su amiga. Está sentada sobre sus piernas cruzadas, como una india en una silla alta. Encima de ella, un foco ilumina sus pómulos y unos ojazos con cierta pena. El halo de luz termina en el tumbler medio que sostiene entre las manos con la elegancia de quien ya ha sostenido cientos antes. Lo tiene que tener estudiado, es imposible que este plano sea casual. Tiene cara de problemática, sonrisa de loca y sin haberme dedicado ni una mirada, sabe que la estoy mirando. No le molesta en absoluto, es el tipo de mujer que necesita que observes su manera de no mirarte.

Hago apuestas conmigo mismo acerca del cóctel y vuelvo a ganarme: ese tumbler medio sólo podía ser para un Gin Fizz, pero son las siete de la tarde y quien tiene la clase suficiente para pedir un Gin Fizz y sostenerlo de esta manera, nunca lo pediría a esta hora. Decido que el aperitivo se les ha alargado y que han acabado en el Herminio’s porque –bien pensado- es el único lugar de la ciudad en el que puedes seguir engañando al sol y a la vida de modo indefinido.

No se exhibe, se mueve poco y no levanta la voz, pero es el centro del bar y dudo que en este momento no lo sea del universo. Es más bella que Briggite Bardot y tiene el gusto de no pedir un Manhattan como una vulgar Carrie de extrarradio. Empieza a sonar “The Way You Look Tonight” de Billie Holiday, y a mí casi me da algo. La amiga para, por fin, de hablar, comienza a despedirse y finalmente se va. Ella mira el reloj y duda, pero finalmente pide otro Gin Fizz y yo decido que es el momento de otro bourbon. Apenas me lo ponen, me levanto de modo instintivo para salir a fumar y, mientras subo las escaleras, la miro y la veo secándose las lágrimas. Pienso en qué decirle cuando baje, pero no me da tiempo: antes de encender el cigarro bajo la lluvia de otoño, un dedo me reclama desde atrás y allí estaba ella.

Me mira fijamente. La miro. Ella aguanta la mirada sin decir nada. Yo la aguanto a duras penas a pesar de las lágrimas en sus pestañas y juro que no sé ni cómo ni por qué, pero antes de que me diera tiempo a estropearlo todo diciendo cualquier tontería que arruinara el momento para el que llevaba preparándome toda la vida, se acercó lentamente, apoyó su cabeza en mi pecho con una pena desesperada, y durante cuarenta y dos segundos, me dio un abrazo que me partió el alma. Yo no quería besarla, yo no quería saber cómo se llamaba ni por qué lloraba. Yo no quería soñar, ni reír, ni aprender, ni olvidar. Solo quería estar abrazado a ella toda la vida, sin hablar, sin comer, sin saber por qué estaba allí o qué quería de mí.

Tuvo la clase que solo da el Gin Fizz y se fue bajo la lluvia sin decirme una sola palabra. Ni si quiera la seguí: eso fue todo. Era aún más bella que Briggite Bardot y me llevó al centro del universo durante cuarenta y dos segundos.

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