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Era cándido ver con qué cariño y con qué disciplina Terpsícore acariciaba a su Golem. Era también inquietante, como lo sería observar a Audrey Hepburn acariciar sonriente a una infecta rata de 1,80 bajo el Puente de los Suspiros. Pero Terpsícore era así, capaz de envolver lo peor que cabe en un corazón con una mano, mientras con la otra pedía ayuda para que no le dejaras hacerlo, en un idioma mágico que sólo ella conocía. Un girasol abierto en canal, buscando la noche en cada rayo de luna.

Golem era sin duda su mejor creación. Una figura de barro esculpida por Ella con suerte de alquimista. Sin alma -como cada Golem- e incapaz de hablar -como cada rata-, obedecía a todas las órdenes de su creadora con la servidumbre autómata que sólo una criatura sin cerebro puede mostrar. Golem poseía una fuerza inhumana y no necesitaba alimentarse o descansar. Siempre dispuesto, esperando una orden de su ama, Golem crecía cada día y en pocos meses alcanzó una altura insospechada para los que desde fuera veíamos las escenas como flashes aislados de aquel coma autoinducido. Terpsícore buscaba refugio en Golem y la rata le mostró su establo. La profecía de un guetto en las antípodas de Praga, pero en un arrabal con capital “Fracaso”.

Terpsícore venía de un silencio muy largo, de ser banca, croupier y jugador en una histórica partida de póker de la que conservaba aún un comodín en forma de billete de vuelta. Golem, como un agente doble, era a la vez dueño y lacayo de su dueña. Ello apenas conocía ciertas trazas inventadas de la anterior historia y, programado para destruir, destruyó hasta el delirio que Ella inventó para protegerse, y lo dio la forma escatológica que impregnaba a todo lo que tocaba.

Cuando Golem dormía, Ella le miraba y acariciaba su rostro observando su gran obra. Golem, ajeno a todo aquello, soñaba sólo con la cloaca perfecta. La cara y la cruz de una misma y trágica desdicha. Terpsícore se dio cuenta de que se abría una nueva partida de modo inesperado aquella noche cuando apoyada en la ventana del establo, vio el camino de vuelta, con la cuneta llena de cadáveres de las naves que ambos quemaron y cayó en la cuenta de que ese camino era el suyo. Ella observó que la puerta de regreso estaba abierta (y que siempre lo había estado) y rebuscando entre la podredumbre del bolsillo de Golem, encontró otro billete de vuelta junto a un horario de tren que, por su aspecto, llevaba siglos allí. Fiel espejo de su ama, Golem y Terpsícore compartían comodín, lo que es lo mismo que decir que ninguno lo tenía.

Empate a cero. Fin del hedor.

En mi despacho conservo un cuadro sin pintura. Es un tríptico con anotaciones de lo que pintaría si mis manos tuvieran el don que no tienen. En la parte de la derecha según miras, Ella se convertía en La Piedad de Tiziano sosteniendo el cadáver de la rata entre sus brazos. En el de la izquierda, la misma escena cambiando los papeles: la rata sostiene bajo la cruz el cadáver de Ella. En el centro, el Hortus Conclusus de Madonna en jardín de rosas de Martin Schongauer, con la imagen de Terpsícore en negativo sosteniendo a su criatura recién nacida entre los brazos en un jardín cerrado de pureza. Depende del día, brilla un cuerpo del tríptico. De modo aleatorio.

En las antípodas de ese tríptico, allá por Australia, un rótulo hecho en gastadas luces de neón: «Huerto cerrado eres, hermana mía, esposa, jardín cerrado, fuente escondida». Cantar de los Cantares 4, 12.

Amén.

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