El barrio de San Andrés no ha de ser muy diferente a la ciudad de Medellín en los ochenta, cuando aún no estaba Raedo. Las obras interminables de estas tres calles forman una ‘u’ mayúscula llena de arena y nostalgia. Este parón de la actividad nos aísla, nos hace ensimismarnos en nuestras miradas, en nuestra mitología y sentirnos, de algún modo, nación. No descarto que unos cuantos etnógrafos bien pagados encuentren un hecho diferencial en la calle Cadena, un acento propio en Juan Agapito y Revilla, un ADN diferente entre los habitantes de la calle Párroco Domicio Cuadrado –antes, ‘Detrás de San Andrés’; un poco antes calle de ‘Las Calaveras’ y, en definitiva, oficiosamente ‘la calle del Colmao‘–. San Andrés, capital Negroni.
Es posible que, de tanto aislamiento, estemos pasando una cuarentena sin que nadie nos haya avisado. Esta tierra mojada genera barro en cuanto llueve, un barro como de otro tiempo que nos recuerda quiénes éramos cuando éramos solamente nosotros, cuando aún no había adjetivos para el progreso de las baldosas y el juego gris y rosa de nuestras miradas más perdidas. El viento en estas calles rotas nos conecta con otras épocas. Se ha activado el atavismo y somos felices en la mirada rudimentaria, en el recuerdo decorado de aquella España por hacer, como si aún la mereciéramos.
Las obras cortan el paso a los coches y los niños han convertido las calles de tierra en campos de fútbol improvisados. Los fines de semana, alevines rutilantes vienen de todas las partes de la ciudad a retar a nuestros ases indígenas con pelotas antiguas llena de aire soso. Poco dura la lucha en tonos sepia: en media hora los vemos abrazados lanzando piedras a un charco que han convertido en lago, como Quijotes postmodernos. Los vemos bailar la peonza, jugar a las chapas, salir de misa. Todo es previo y, cuando llueve, la tierra encharcada crea lodo, que viene de otros polvos. Con estos vientos de Carnaval tardío han nacido remolinos de memoria y una polvareda ocre. Esta arena lo ha llenado todo de pasado y de nostalgia.
Aquí ya se da por perdida la reforma aquella del Caño Argales. No pasa nada, no nos molesta; de algún modo nos hemos acostumbrado a ser un barrio olvidado lleno de tierra cortada y campanadas viejas. Somos un agujero negro entre la civilización, un pueblo de Tierra de Campos en el medio del fervor Habsburgo. No pasa el tiempo en nuestras lindes y los obreros de la contrata son ya parte del barrio. Son obreros de otro tiempo, lentos, sobrios, españoles. Cuando terminen, si eso llegara a suceder, nos vamos a sentir vacíos. Solos.
Algunos estamos pensando en construir un muro ‘trumpiano’ que impida volar a los pájaros y a los niños. La iglesia da las horas sin fallo. Las viejas van por la mañana al Campillo. Las cigüeñas forman parroquia y tertulia. Los locales no tienen vocales ni comercios. Muchas casas están en venta. El barrio vive enclaustrado en unas obras que no sabemos bien si no empiezan o no acabarán. Algunas calles tienen cicatriz en la cicatriz. Pero, pensándolo bien, ¿acaso hay alguien que no las tenga?
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 3 de marzo de 2020. Disponible haciendo click aquí)