Un corzo recorre libre la ciudad, mirando desafiante gasolineras y plazas de toros, respetando la Pasión y los pasos de cebra como un peatón cofrade que se sabe el macho alfa de una ciudad sin ley, sin humo, sin humores. El corzo galopa códigos postales, dejando atrás la historia y sus recovecos. Y lo hace con la actitud nerviosa de un cachorro que juega anovillado, despistado, abanto. Es un corzo que se atreve, que planta cara en tierras ajenas y que dibuja los nuevos límites de la diplomacia. Desde su embajada, traza la cartografía de sus dominios en una carrera histórica. El corzo se pregunta por qué ningún otro de su especie lo intentó antes y piensa que quizá las barreras del corzo sean, sobre todo, mentales. Todo resulta sencillo: desde Zaratán a Parquesol en recorrido memorable, maradoniano, cruzando el río que otro tiempo fue frontera de reinos y atravesando puentes colgantes para enfilar el camino de las estaciones, que es el camino mitológico de la libertad para todas las especies. El hombre es un corzo para el hombre.
Nunca uno de su especie logró tanto, ninguno se atrevió a llegar tan lejos: este corzo es el elegido por la historia. Yo veo en él una premonición, un signo de algo bueno, un símbolo paleocristiano, como el pez, para el que sepa mirar. Al fin y al cabo, ya hemos visto a pavos reales caminando el Paseo de Zorrilla, como buenos vallisoletanos ociosos, tímidos y seguros de si mismos. El pavo real representa un símbolo de la inmortalidad del alma. Se pensaba que su carne era incorruptible. Cuando los vi reclamar su trono, pensé que era una señal del Cielo, pero me callé. Se ve que no ha sido suficiente y el Cielo ha dado paso al plan b. Un corzo anunciando su presencia y vertebrando la ciudad y sus sueños en medio de un Domingo de Resurrección es una señal de vida eterna, de victoria frente a las tinieblas. Solo Curro abriendo la Puerta del Príncipe podría templar tanto la tela almidonada que separa vida y muerte. «Mi amado es mío y yo suya; él apacienta entre lirios. Hasta que apunte el día y huyan las sombras, vuélvete, amado mío; sé semejante al corzo, o como el cervatillo sobre los montes de Beter». (Cantares 2:16-17).
Este corzo atraviesa primaveras y las parte en dos, como Moisés en el Mar Rojo. Me recuerda a aquella serie, ‘The Leftovers’, pero ya no recuerdo qué quería decir. Supongo que significa que lo peor ha pasado. Allá, al final del recorrido, está la tierra prometida. Yo creo que deberíamos seguir su camino, a ver a dónde nos quiere llevar la vida. Bordeará Filipinos para trotar elegante la Acera de Recoletos y enfilar triunfal la calle de Santiago hasta la Plaza Mayor, donde saludará altivo a la historia. Serpenteando, atravesará Platerías y el Renacimiento entero. Me lo imagino mirándolo desde atrás, saludando en la Vera Cruz. Luego, siguiendo el ramal de la Esgueva, tomará el camino del Val hacia San Benito y de nuevo el río, donde beberá y aprovechará para pastar sereno, cérvido, triunfal.
Tras estas lluvias grises llegará el fulgor verde de la vida, pero también el luto eterno de nuestras ausencias. A este corzo le debemos una estatua en Las Moreras y un huequito en el escudo; a los nuestros, que las cinco llamas rojas enluten cinco crespones negros.
(Esta columna se publicó originalmente en El Norte de Castilla el 14 de abril de 2020. Disponible haciendo click aquí)