Este tal Alonso Quijano -don Quijote de la Mancha, como se hace llamar-, ni es un caballero, ni un genio ni un loco exquisito, sino apenas un tarado de poca monta que va haciendo el ridículo por las tierras de España. Quizá debería pensar en su familia, que es quien paga los platos rotos de sus grotescas actuaciones, familia dentro de la cual no me incluyo, por supuesto, jamás accedería a ser la emperatriz de la Mancha junto a ese mamarracho. Está claro que no soy más que una labriega, pero una labriega con dignidad, sin ínfulas de grandeza ni Baratarias ínsulas en mente. Respeto a curas y bachilleres, a caballeros y a barberos. Yo sé que sus innobles desvaríos ocultan no tan nobles intenciones. Y que le sale a cuenta. Ya era hora de que yo hablara.
Estoy harta -y hablo en nombre de muchas- de machos protagonistas, de hombres que nos lanzan palabras como ‘honor’, ‘grandeza’ o ‘sueño’ de modo constante, como si nosotras fuéramos solo el objeto del delirio, seres sin importancia intrínseca, otredades de un fin superior siempre alejado de nosotras y cercano a un heroísmo siempre masculino. Como si nuestra vida solo fuera una colaboración necesaria para que la suya avance en la gloria.
El amor cortés, el neoplatonismo, el modelo femenino de Oriana, la enamorada del Amadís de Gaula, el petrarquismo y la demás basura con el que el heteropatriarcado nos quiere avasallar y anular oculta que Quijote tiene en la cabeza una realidad mayor y más terrible: su amor es egoísta, a quien realmente se quiere es a él mismo. Su amor esconde tradicionalismo, un papel accesorio de la mujer, un apoyo para lo realmente importante que no es otra cosa que ‘su obra’ entendida como una misión vital, como mandato divino y como una locura de la cual se cree Mesías.
Quijote no entiende a una mujer, no entiende sus necesidades más hondas, las complejidades que la definen y por lo tanto no puede amarla. Ese amor que él busca no puede encontrarse más allá del comienzo de una relación, prueba irrefutable de que no quiere continuidad sino fuegos de artificio, posesión carnal de su ideal de mí misma, que no es mi ideal de mí misma ni mucho menos yo. Me llamo Aldonza Lorenzo, no Dulcinea del Toboso. No me desposeas de mi identidad para crear la tuya.
Su triste figura me llama ingrata, lo sé, y lo hace por no plegarme ni rendirme ante sus extravagantes esperpentos, prueba de que acaso no sea más que un extravagante, un menguado, un manipulador en el límite de la sociedad, un inadaptado. Yo quiero un enamorado sin armas, un cuerpo sin yelmo de mambrino. Un aliado. No te quiero, Don Quijote. Ni yo peleo en ti ni tú vences en mí. Ni tú vives en mí ni yo respiro en ti. No me sanchifico con estas palabras, más bien advierto que quiero mucho más que esta mezquindad estrafalaria. Que él siga viviendo en perpetuas lágrimas hasta verme en ese prístino estado que desea, que yo me quedo en el Toboso. Y deje de una vez de molestar. Por ventura.