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Observo desde hace un tiempo una serie de opiniones instaladas en el imaginario colectivo como grandes verdades, sin serlo. Son mitos. Un mito -RAE mediante- es una “persona o cosa a la que se atribuye cualidades o excelencias que no tiene, o bien una realidad de la que carece”.  Estamos rodeados de ellos; son lugares comunes, verdades indiscutibles, dogmas de fe que entran en el ideario común como si estuviéramos programados para obedecerlos sin rechistar, como algo atávico, directo al hipotálamo, evitando el córtex. Forman un corpus de certezas que se aceptan por instinto y que parecen ser irrevocables, pero que resulta que no lo son: son sólo eso, mitos, y su adopción como verdades no obedece a la lógica sino a la economía de pensamiento, a la escasez de inteligencia o de formación. Resultan creíbles porque aparecen como grandes fuegos de artificio con colores brillantes, son fáciles de creer, tienen titulares a priori ciertos y funcionan porque no nos los hemos cuestionado lo suficiente; de haberlo hecho, no los podríamos seguir creyendo. Un mito -en definitiva- es una puta disfrazada de puta a la que nos empeñamos en seguir llamando señora.

Destaco seis, pero seguramente haya más:

  1. El mito del progreso
  2. El mito de la ciencia
  3. El mito del pasado
  4. El mito de la libertad
  5. El mito de la igualdad
  6. El mito de Dios

Voy a intentar entrar en los seis mitos, sin intención de profundizar en ellos ni de escribir interminables ensayos con valor académico, porque ni yo quiero dar el coñazo ni tú te lo mereces. Además, no creo que pudiera. Aunque cada mañana piense en mi mismo como un catedrático de latín con monóculo, encerrado en una biblioteca con escaleras y primeras ediciones dedicadas del Ulises, profundizando en cada materia y leyendo a Kierkegaard en danés, cada noche me miro al espejo y sólo veo a un tipo intentando hacer un verso -me conformaría con uno- que merezca la pena, desde la explosión, el desgarro y el vino. Levantarse Unamuno y acostarse Bukowski -ay, infelice- en estas noches de verano sin sueño.

Comienzo por el mito del progreso porque es uno de mis preferidos. Los autodenominados progresistas se erigen como los guardianes del progreso -valga el absurdo de guardar el progreso que aún no ha llegado- porque defienden que el progreso es lo que ellos dicen que es, una especie de creencia ciega, una fe laica. Si el progreso no es lo que mantienen, no sería progreso y habríamos de seguir esperándolo en la forma prevista. Los demás, los que no compartimos la idea progre del progreso, no queremos -según ellos- progresar, porque para ellos, el progreso sólo es progreso si a través de él se conquistan ciertos conceptos; lo contrario sería progresar sin progreso, es decir, progresar mal. Un desastre, vaya.

Por poner un ejemplo, el progreso es poder abortar. El progreso sin aborto es impensable. Paradójicamente, aunque el progreso tenga como una de sus bases el hecho de poder matar niños de modo unilateral por parte de la mujer (no diré madre), ese progreso progre será algo bueno, deseable y bonito frente a su opuesto, la vida, que resulta asquerosamente conservadora. Muertes sí pero sin sangre y sin dolor, o sea, muertes progres. El progreso -ese progreso- nos llevará al futuro, y el futuro al progreso. Ese será un sitio mejor, porque funciona en su ideario como contraposición al pasado, que es un lugar malo, oscuro, con Franco, la peste negra y la inquisición. En el pasado no está -por ejemplo- el siglo de Pericles, ni Roma, ni el esplendor de Al-Ándalus porque el pasado es, indefectiblemente, malo. Nadie fue feliz nunca con Franco o con Napoléon, eso es algo evidente. En el pasado solo había pobres y enfermos y progresar es hacer que eso no exista. Progresar es cambiar el ser humano hacia el homo progresistus. Por cierto, esa idea de que el futuro siempre será mejor que el pasado es una idea bastante nueva en la historia. Hasta hace no mucho, el futuro se veía como una mera prolongación del presente y del pasado, nadie esperaba cambios y -es más- nadie los quería; estaban preparados para un micromundo muy concreto que no convenía cambiar. En el pasado, el futuro era apenas una probabilidad de cosas peores, de ser invadidos, de ser masacrados, de malas cosechas. Por eso, el progreso era no progresar, algo disonante en la autoestima de los progres, que se ven a si mismos como hombres superiores frente por ejemplo a los hombres prehistóricos, que eran malvados animales violentos que mataban animales y se follaban a sus mujeres como un perro monta a una perra. Estas ideas-ficción están muy instaladas también, pero son eso: leyendas. El sapiens sapiens es lo que es, somos lo que somos y desde que somos sapiens sapiens no hemos cambiado mas que anecdoticamente. Un sapiens sapiens de las cavernas se enamoraba igual que tu hoy, porque somos lo mismo. El progreso era esto.

Progresar es avanzar, es mejorar las cosas y -por supuesto- ambos conceptos parecen exclusivos de los progresistas. El progreso económico, por ello, es incompatible con el progreso progre, porque para que ese progreso económico tenga lugar han de tomarse unas medidas que tengan necesariamente como objetivo crear condiciones para la riqueza, para la prosperidad. Pero eso no es progre, porque en su lógica el progreso económico se contrapone al progreso social. La realidad es que lo que llaman progreso social se basa en el fracaso del progreso económico. Sin ese fracaso no habría lugar para el progreso social porque sería simplemente innecesario.

El progreso es un punto de vista; cuando Roma cayó, llegaron los bárbaros. Para los que vivieron esa época, los ideales de progreso estaban en el pasado, en la civilización, en el refinamiento y no en el futuro, en los salvajes bárbaros sin civilizar. Supongo que los progres, cuando llegó Franco, eran conservadores, al encontrar en la II República -el pasado- El Dorado. Si el futuro era Franco, el pasado era el progreso. Esto no ha sido así porque la realidad es que la alternativa a Franco jamás fue una república a la francesa, con cultivados poetas y democratas intelectuales, sino a la española, es decir, cainita, miserable, con el PSOE dando golpes de estado contra la república y demás perlas. La alternativa a Franco no era el progreso. La alternativa a Franco era Stalin. Aquí, la alternativa al mal no es el bien, sino otro tipo de mal. España.

El progreso es, evidentemente, un mito porque progresar no es evitable, el progreso no es una opción entre muchas. El progreso es el devenir, el progreso es el destino del tiempo. No hay nada más que segundos que se suceden aunque a todos nos gustaría volver por un minuto al pasado. Pero no se puede volver, todo ha pasado ya, todo ha acabado, todo está consumado, el progreso es inalterable y ya hemos partido.

La realidad es que el progreso no es lineal y hay muchos niveles de progreso a la vez, esto no es algo que ocurra como sociedad, el progreso es un estadio individual. No todos estamos en el mismo nivel de progreso y el camino se recorre solo, las bibliotecas están abiertas. Y las iglesias. Y los bares. Aún así, sea lo que sea, el progreso no se basa en odiar al ser humano negando su casuística y querer convertir a un depredador en ángel vegetariano progre. El ser humano es lo que es -una sabandija que tiende a abusar del resto en cuanto tiene el poder necesario- , por lo que todo progreso debe basarse en limitar el poder del que manda, controlarle, vigilarle y más aún cuando el que manda es el pueblo. Negar la ficción, mirarse al espejo, buscar el bien frente al mal, en el presente, en el pasado y en el futuro, pero nunca en la idea progre del progreso porque el progreso de verdad no es bueno ni malo, sino tan sólo una leyenda, un bonito cuento de hadas cuyo final no se escribirá nunca.